La educación superior y la cuestión social en la juventud dominicana

Por: Wilson Castillo

Estamos frente de una compleja cuestión social en la juventud de los sectores populares; de precariedad laboral, inseguridad social, deterioro moral e institucional con consecuencias sociales y políticas no previsibles.

Durante los años de experiencia docente que llevo en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), me he encontrado con una diversidad de estudiantes; algunos te dejan saber que van a la universidad por las exigencias de sus padres; que preferirían hacer otras cosas como emigrar o trabajar, otros sólo le interesa socializar, hacer amigos y pasarla bien, pero, las mayorías asisten porque entienden el papel que juega la educación superior en el desarrollo de su proyecto de vida; hacer una carrera profesional, obtener un trabajo bien remunerado y formar su propia familia.

A pesar de las condiciones de pobreza, de precariedad laboral, la falta de disciplina y, los pocos hábitos de lectura, la juventud ha decidido estudiar. Desde la década del noventa, el país ha experimentado un crecimiento de la demanda de formación superior. Para 1993 la matrícula universitaria era de 108 335 estudiantes; pero ya al 2017, la tasa de matriculación se incrementó en un 60.58 %, con 562 667 estudiantes universitarios, colocando a la República Dominicana por encima del promedio latinoamericano de 50% (file:///C:/Users/pc/OneDrive/Escritorio/Educacion-superior).

La educación superior ha dejado de ser pensada como un privilegio de las élites y las clases medias y, se ha convertido en una necesidad básica de los jóvenes, en el mayor dispositivo social para acceder a un frágil y deteriorado mercado de trabajo. Sin embargo, con la globalización y las reformas neoliberales se han agravado las deficiencias y encarecido el acceso a la educación superior. Por un lado, con la llegada de la llamada sociedad global-informacional se ha estado moviendo a una educación superior que debe responder a las exigencias de los rankings y estándares académicos globales y, el uso intensivo de las tecnologías digitales. Mientras que, por el otro lado, con las “reformas educativas” se ha estado produciendo una reducción de la inversión del Estado en educación superior y, un proceso de privatización, dando lugar a un incremento de los costos de los estudios universitarios de grado y posgrado.

A pesar que la ley 139-01 de educación superior ciencia y tecnología establece que la inversión del Estado en el sector, no debería ser menor al 5% del presupuesto de gastos y, en contra de las evidencias que expresan el incremento de los deseos y necesidades de los jóvenes de estudiar, los que se ha venido produciendo en el país es, una reducción de la inversión en educación superior en relación con el presupuesto de gastos del Estado.

(Fuente: file:///C:/Users/pc/OneDrive/Escritorio/Educacion-superior)

Según los datos del informe citado, se ha producido un aumento significativo de las universidades privadas. El Ministerio de Educación Superior, Ciencia y Tecnología (Mescyt) reconoce que para el 2018 en el país existían 51 centros y universidades de educación superior, con un incremento muy significativo de los costos de los estudios universitarios. El acceso a la educación superior se ha individualizado pues su financiamiento está recayendo en los jóvenes que para poder estudiar deben endeudarse y trabajar, es así que alrededor del 35% de los estudiantes universitario trabajan (file:///C:/Users/pc/OneDrive/Escritorio/Educacion-superior).

Debemos suponer que las estadísticas de desempleos, la deserción estudiantil y las deficiencias de la educación superior se han agravado de manera significativa con la crisis de la pandemia del covid-19. En el marco de esta crisis, los jóvenes de los barrios populares no solo han sido estigmatizados por las conductas tribales del teteo, la violencia y delincuencia, sino que también se han visto precarizado por el alto nivel de despido en sus trabajos, por los costos de la internet, las tecnologías digitales y, la resultante  deserción de sus estudios universitarios (https://acento.com.do/opinion/las-culturas-juveniles-en-las-crisis-dominicanas).

Estamos frente de una compleja cuestión social en la juventud de los sectores populares; de precariedad laboral, inseguridad social, deterioro moral e institucional con consecuencias sociales y políticas no previsibles. Las pérdidas de los empleos y las enormes exigencias económicas y tecnológicas de la educación superior dominicana, están creando las condiciones estructurales para la frustración de los jóvenes, el suicidio, el aumento de la emigración, pero también para ser cooptado por las conductas tribales de la criminalidad, el narcotráfico, los fundamentalismos étnicos, políticos, religiosos y otros males sociales.

Fuente e Imagen: https://acento.com.do/deportes/milwaukee-quiere-seguir-sonando-con-los-bucks-8964463.html

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Debilidad del Estado y violencia criminal

Por: Luis Armando González.

 

“Buda en la tradición oriental y Aristóteles en la  tradición occidental aconsejaron sabiamente sobre la tendencia innata de la humanidad a perseguir ilusiones fugaces en vez de dedicar sus mentes y sus vidas a fuentes de bienestar a largo plazo más profundas”.

  1. Sachs

 

  1. Introducción

La hipótesis central de las presentes reflexiones es que no se puede comprender a cabalidad el problema de la violencia criminal en El Salvador si no se toma en cuenta la debilidad del Estado salvadoreño –suscitada inicialmente en el marco de la guerra civil y y profundizada bajo el embate de las reformas neoliberales de los años noventa— en sus competencias exclusivas en materia coercitiva, en su potestad para someter al imperio de la ley a cuantos la vulneren y en sus capacidades para asegurar el orden social a partir de procesos democráticos y de mecanismos generadores de bienestar social.

Es casi seguro que, entre quienes lean detenidamente los razonamientos y argumentos esgrimidos para sustentarla, no faltarán los que rechacen de plano no sólo la hipótesis aludida, sino otras que se derivan de (o están relacionadas con) la misma; por ejemplo, la que sostiene que el experimento de crear una nueva policía –la Policía Nacional Civil (PNC)— resultó costoso para la sociedad, pues las condiciones sociales y culturales del país al salir de la guerra (condiciones caracterizadas por la anomia y reductos de violencia social y criminal), y las que se generaron en el marco de la reforma neoliberal de los noventa, requerían de un Estado fuerte (y por tanto, un cuerpo policial fuerte), capaz de resguardar el orden y de contener la proliferación de nuevos reductos de violencia asociados al auge privatizador de la primera postguerra y a los espacios generados en una sociedad fracturada que en sus mecanismos de integración y convivencia.

El planteamiento anterior va a contracorriente de la visión que ha sido predominante en nuestro país, según la cual en la creación de la nueva policía lo importante era que se alejara radicalmente del modelo autoritario de la antiguos cuerpos de seguridad pública. Aspiración loable como la que más, pero que involucraba aspectos que en su momento no se supieron distinguir como era debido y que, dada la herencia de la guerra, y las dinámicas sociales y criminales de la postguerra, se han revelado contraproducentes. Para el caso, se creyó que una manera de impedir que el nuevo modelo de policía estuviera en función del orden democrático –siendo una instancia regida en su quehacer policial por el respeto irrestricto de los derechos humanos— era disminuir sus capacidades coercitivas, como si  esas capacidades en sí mismas fueran la condición para la deriva autoritaria, y no el uso discrecional de las mismas o la instrumentalización de las estructuras policiales por parte de grupos de poder económicos o políticos.

Confundir poder coercitivo del Estado con autoritarismo fue un error. Lo mismo que fue un error confundir democracia con ausencia (o disminución) de la capacidad coercitiva del Estado. La experiencia salvadoreña, y la de otras naciones en situaciones históricas parecidas, es aleccionadora: el Estado salvadoreño no se hizo más democrático por haber haber visto disminuidas sus capacidades como la única instancia facultada para el ejercicio legítimo de la coerción, sino que se volvió impotente para garantizar la paz pública y una convivencia social regida por el respeto a la dignidad de los demás.

Y, por último, así como el poder coercitivo del Estado no puede identificarse mecánicamente con el autoritarismo, tampoco ese poder se traduce automáticamente en violaciones a los derechos humanos. Depende de cómo se lo use: y en una sociedad en la cual la violencia criminal y la voracidad de los ricos más ricos ponen en riesgo la vida y seguridad de las personas, el poder coercitivo del Estado debería ser usado para defender derechos humanos fundamentales de la población. Para que esto pueda darse, el poder coercitivo del Estado (su facultad para hacer un uso legítimo de la fuerza y asegurar el imperio de la ley) no debe estar disminuido o erosionado, sino todo lo contrario.

  1. El problema de la violencia criminal

Salvo contadas excepciones, nadie razonable –y que conozca la historia cotemporánea de El Salvador— podrá negar que, desde el fin de la guerra civil (1981-1992), la criminalidad organizada (y, en general, la violencia social) se ha convertido en un problema que ha desbordado la capacidad de los distintos gobiernos de posguerra para hacerle frente de manera eficaz y, por consiguiente, para reducirla a expresiones mínimas. Es un fenómeno que, además, se ha complejizado extraordinariamente y ha extendido su capacidad influencia en el tejido social y territorial. La persistencia de prácticas homicidas, que fácilmente ronda un promedio de unos 4 mil asesinatos por año desde 1994 hasta 2018 es un síntoma de la gravedad de la situación[1].

Obviamente, los homicidios son la muestra más dramática de la violencia criminal y social, pero no es la única, pues a ella se suman extorsiones, tráfico de armas y drogas, contrabando de vehículos, trata de personas, prostitución y, en fin, todas las actividades propias de redes criminales que se han consolidado, además haber regionalizado algunos de sus rubros, cuando menos de desde finales de los años noventa.

Las opiniones fáciles, orientadas a encontrar “culpables” a la medida, están a la orden del día. Los gobiernos y los presidentes suelen ocupar el primer lugar en la lista de responsables; aunque no siempre se les achacan las mismas fallas: a alguno se le reprocha haber sido excesivamente tolerante; a otro, el haber sido demasiado represivo; a uno tercero, haber hecho de la lucha en contra del crimen una bandera política; y a un cuarto por la incapacidad para conciliar debidamente la prevención con la represión.

En las argumentaciones más ligeras, el crimen ha extendido sus garras, y no ha sido contenido por los gobiernos, debido a la mala voluntad, torpeza o negligencia de los funcionarios públicos, comenzando naturalmente con los presidentes y siguiendo con los ministros de Justicia y Seguridad Pública, y Defensa, hasta terminar con los directores de la Policía Nacional Civil (PNC). O sea, desde esta lectura, se trataría de fallas personales que, aunque incluya un componente institucional, siempre estaría subordinado al primero, en el sentido de que las instituciones no habrían cumplido con el cometido de contener la violencia criminal por la incompetencia, mala voluntad, etc., de sus titulares.

Corrientes de opinión y de ideas promovidas por las empresas mediáticas tradicionales y de nuevo tipo (Internet, redes sociales, etc.) han contribuido a posicionar en el imaginario colectivo la tesis de la mala voluntad y las deficiencias (o intereses) personales en el tratamiento gubernamental del crimen. Esto facilita ciertamente la diatriba pública, pero impide explorar otras posibles explicaciones –quizás más razonables y fundamentadas— para explicar no sólo constancia de graves prácticas criminales a lo largo dos décadas y media (1992-2019), sino la expansión y complejidad de esas prácticas (por ejemplo, la territorialización del crimen, la mutación de las maras al vincularse con el crimen organizado y la regionalización de la violencia criminal[2]). En contrapartida, los sucesivos gobiernos, a partir de 1994, lejos de tenerlo más fácil, lo han tenido mucho más dificil, heredando cada uno de ellos situaciones de violencia criminal de mayor complejidad e impacto en la sociedad.

Dirigir la mirada a los yerros personales de los funcionarios –que seguramente los ha habido, como siempre sucede con los seres humanos— tiene el terrible defecto de hacer demasiado fácil la solución. O sea, si fuera por mala voluntad o por incompetencia que el crimen no ha sido contenido, bastaría con encontrar a personas de buena voluntad y competentes, y asunto resuelto.

Pero, ¿alguien puede asegurar, con evidencias firmes, que cada una de las personas que ha tenido que ver con temas de seguridad ha obrado de mala voluntad y ha sido incompetente en asuntos de combate al crimen? Si fuera el caso, tendríamos un gran problema en el país en materia de selección de funcionarios, pues en 30 años sólo habríamos tenido, en tareas de gobierno –específicamente, en las areas de seguridad— a los funcionarios indebidos. Y, si se acepta eso, no se puede menos que caer en el pesimismo, acerca de si acaso haya alguna persona competente y de buena voluntad que cambie el rumbo del país en materia de seguridad.

 

 

  1. La exploración de otras vía de explicación

 

Por lo argumentado, la “explicación” de la persistencia, complejización y auge del crimen después de 1992 por la vía de las fallas personales arroja más dudas quie certezas. Es pertinente explorar otras, que atiendan más a los cambios sociales, culurales, políticos y económicos de El Salvador durante la guerra civil y en la postguerra. Asimismo, es necesario volver la mirada hacia el Estado, y no sólo hacia los gobiernos, pues en definitiva la estabilidad del orden social, la convivencia pacífica y justa, y el bien común no son responsabilidad exclusiva de uno de los Órganos de Estado –el Ejecutivo—, sino también del Legislativo y del Judicial. Perder de vista que es el Estado salvadoreño el que ha sido desbordado por el crimen significa no caer en la cuenta de la gravedad de la situación, así como cerrarse a interpretaciones más realistas del auge de la violencia criminal.

 

3.1. Un Estado débil ante una realidad compleja

No ver el asunto como algo que atañe al Estado en su conjunto supone seguir repitiendo la tesis de que todo obedece a yerros personales o, en todo caso, al fracaso de las políticas de seguridad dictadas por los Ejecutivos y a la ineficacia de la Policía Nacional Civil, que ha terminado por asumir, casi en exclusiva, la responsabilidad de lidiar con quienes viven del crimen. El recurso de “última de instancia” del Estado para asegurar la paz pública se ha convertido en el primero y casi exclusivo; y el fracaso de la PNC para doblegar a los criminales pone de manifiesto, más que su incompetencia o la del Ejecutivo, la debilidad del Estado salvadoreño, en virtud de la cual sus funciones de proteger la vida, integridad y bienes de los habitantes de la República, a partir de sus atribuciones legales y de su facultad indelegable del uso legítimo de la fuerza, no han podido ser cumplidas a cabalidad en la postguerra.

Y la debilidad del Estado se pone de manifiesto, entre otras esferas, en la debilidad del cuerpo policial surgido de la firma de los Acuerdos de Paz. Se trató, como se reconoce positivamente en distintos ámbitos, de un experimento novedoso y encomiable, con el que se quiso poner un punto y aparte respecto de los temidos y desprestigiados, por represivos y corruptos, cuerpos de seguridad pública que tuvieron a su cargo las tareas coercitivas durante casi todo el siglo XX. Experimento novedoso y encomiable –no hay persona comprometida con los derechos humanos que no haya celebrado (y celebre) la creación de una Policía Nacional Civil y la desaparción de los cuerpos de seguridad hasta entonces presentes en el entramado coercitivo del Estado—, pero fue un experimento arriesgado.

Arriesgado no tanto por las dificultades que suponía la creación de una nueva institución policial a partir de la incorporación, como punto de arranque, de miembros de los antiguos cuerpos de seguridad y del FMLN, sino porque el país recién salía de una guerra civil de casi una década, durante la cual se incubaron y desarrollaron hábitos y odios propios de las guerras, así como comportamientos, dentro y fuera de las zonas de guerra, francamente ilegales y criminales.

La expresión “conflicto armado” y toda la imaginería pacifista que la acompañó –con canciones como “Patria querida”— no ayudaron mucho a hacerse cargo de ni de la dureza y tragedia de la guerra ni del impacto de la misma en las redes de convivencia social, en la psicología los individuos, en los miedos, en los hábitos violentos, en el rechazo de la legalidad y en los rencores y odios que se incubaron en esos diez años. El recurso a las armas y a la violencia mortal en contra de otros como alternativa a la defensa de la propia vida, o como medio para defender ideas o cobrarse agravios, fueron parte de la cotidianidad de la sociedad salvadoreña en una década si se hace el conteo desde 1981 hasta 1982, pero son casi dos décadas si se suman los años setenta, con una violencia extraordinaria, que fue creciente a partir de 1975.

Otras naciones, como España, que tuvieron una guerra civil de menor duración (1936-1939) no dejaron que se perdiera el sentido de la tragedia que golpeó a su gente, y que aún ahora sigue estando presente con el clamor de justicia por parte de victimas sobrevivientes o familiares que saben y sienten que las heridas siguen abiertas, pese al tiempo transcurrido. En El Salvador, una década de violencia, terror, bombardeos, dolor, muerte y desplazamientos masivos forzados quiso ser borrada de la memoria eliminando del discurso público la expresión “guerra civil” y reemplazándola por la expresión “conflicto armado”. La nueva expresión terminó por imponerse, incluso en los ambientes de la izquierda política e intelectual, salvo por unos cuantos necios que se mantuvieron firmes en su defensa de una formulación que recordaba la crudeza de la década de los ochenta.

La realidad, sin embargo, es terca. Sin importar las palabras que se inventen para adulcorarla u ocultar sus presencia, siempre se las arregla para recordarnos que está ahí, que tiene sus dinamismos y modos de ser, que escapan a los deseos, sueños, fantasías o voluntad humanas. Y, así, por más que en todos estos años se haya querido “suavizar” lo sucedido en los años ochenta llamándolo “conflicto armado” (y vivido con la ilusión de que las heridas se cerraron con el “perdón y el olvido”), el requebrajamiento de la convicencia social que se suscitó en esa década, la cultura de violencia y de abuso que se incubó, el irrespeto a la vida, la proliferación de armas, las prácticas ilegales e inhumanas que se hicieron normales, la erosión de la autoridad pública, etc., no dejaron de existir después de 1992, sino que eran la marca de la sociedad salvadoreña que estrenaba un marco político-institucional distinto al que había regido su vida en las décadas anteriores.

Lo novedoso era, precisamente, el nuevo marco político-institucional creado con los Acuerdos de Paz (a lo que se añadiría un nuevo esquema económico), pero la sociedad era la de la guerra y la de le década anterior a la guerra. Una sociedad caracterizada, para decirlo técnicamente, por la anomia, es decir:

“una situación de decadencia de los controles a los que los individuos estaban sometidos y con ello de los límites a que éstos debían acotar la acción individual como consecuencia de la rápida transformación social… A raíz de este debilitamiento identificado como anomia, los individuos han dejado de tener clara la diferencia entre lo justo y lo injusto, lo legítimo y lo ilegítimo… en este contexto en el que los límites se encuentran debilitados o no existen, el individuo se encuentra en una situación complicada debido a que sus pasiones y deseos se hallan desbocados al perder todo punto de referencia. Este hecho le genera un constante sentimiento de frustración y malestar, ya que todo aquello que logra le parece poco, pues siempre quiere algo nuevo que supone le generará un mayor placer… La anomia… se caracteriza por la falta de límites a las acciones individuales, ya sea porque no hay normas que las regulen o porque no hay fuerzas colectivas que sean capaces de sostenerlas como tales y que se preocupen por garantizar su cumplimiento”[3].

 

3.2. La criminalidad en los años ochenta y su continuidad en la postguerra

 

A ese contexto no le fueron ajenas las actividades criminales. Por un lado, las vinculadas directamente a las dinámicas de la guerra (tráfico de armas, drogas, prostitución, extorsiones, secuestros) y en la que eran protagonistas principales militares y policías –mandos y miembros de rangos inferiores—;  por otro lado, las favorecidas por la situación de guerra, que involucraban a civiles, no necesariamente desligados de las actividades criminales oficiales. En su conjunto, esas actividades criminales se diluían en las dinámicas de la guerra, que eran las que ocupaban la mirada pública. Sin embargo, tenían su propia lógica, pues sus protagonistas estaban guiados por el interés de obtener beneficios materiales a expensas de otros, usando la fuerza y amparados no sólo en el clima de impunidad favorecido por la guerra, sino en el poder institucional del que estaban revestidos.

Se operaba en esos años una mezcla del uso de la fuerza institucional con fines políticos con el uso de esa misma fuerza con fines criminales de amplio calado, y no ya sólo para las prácticas criminales –como las llamadas “mordidas”— que fueron propias de los aparatos de coerción autoritarios tradicionales. La guerra civil puso en manos de estos aparatos, especialmente de la Fuerza Armada, una exorbitante cantidad de poder y recursos, a partir de lo cual fue posible la creación de rubros criminales de envergadura (como el tráfico de armas o de drogas).

Que las preocupaciones suscitadas por la guerra impidieran prestar atención a las fracturas sociales existentes, a las dinámicas que generaban esas fracturas y a la profundidad de las mismas no quiere decir que no estuvieran ahí y que no continuaran después de 1992. Visto con la mayor objetividad posible, un El Salvador resquebrajado socialmente, con una cultura de muerte y de miedo incubada y desarrollada a lo largo de una década y media, con dinámicas criminales incrustadas en su interior y cobijadas en la impunidad… Ese era El Salvador que (re) comenzaba su andadura en la posguerra.

Y con ese país, y con otro, era que tenían que lidiar las autoridades públicas, y en sus expresiones violentas y criminales la responsabilidad recaía en un cuerpo policial no sólo recién creado, sino con debilidades extraordinarias (en sus atribuciones, recursos, conformación) respecto de la ingente tarea que se depositaba sobre sus espaldas. Casi que cae por su peso, visto desde ahora, que la Policía Nacional Civil no estaba lista para asumir la extraordinaria tarea que se le estaba encomendando; la “violencia social y criminal”[4] que se había gestado en la guerra, y que en los años posteriores se desató de manera prácticamente incontenible, superaba las capacidades de este cuerpo coercitivo de nuevo tipo. Tal parece que ha sido así desde entonces, pues el crimen no ha dejado de ir siempre un paso adelante –en recursos, poder, organización e impacto en la convivencia— de la PNC.

Para haber podido enfrentar con solvencia la violencia criminal la PNC debió haber nacido con la fortaleza suficiente de cara al reto que tenía que ante sí, pero además no tenía que hacerlo sola. El sistema de justicia en su conjunto debió haberse sumado al esfuerzo, para lo cual también era preciso establecer las sinergias institucionales necesarias y orientarlas en dirección a la grave situación que ya entonces laceraba el tejido social y familiar. Naturalmente que para que ello fuera posible se requería una comprensión realista de las dinámicas de violencia social y criminal, lo mismo que de las fracturas sociales y culturales, generadas en la guerra y que seguían presentes pese a la firma de los Acuerdos de Paz. De muy poca ayuda resultaban las elaboraciones fantasiosas de un país que de la noche a la mañana borraba su pasado de dolor, tragedia y muerte, y decidía vivir en paz y armonía. Quienes se creyeron esas ilusiones, y tomaron decisiones a partir de ellas, cometieron terribles errores, que posteriormente hicieron más difícil hacer frente a los problemas de inseguridad y violencia.

 

Una visión realista de las fracturas sociales y culturales existentes entonces, de la anomia casi generalizada, de la fuerte presencia del crimen y de la impunidad, hubiera permitido caer en la cuenta de que era un Estado fortalecido el que podía (y tenía) que conducir al país en la transición de postguerra. Un Estado debilitado estaba condenado al fracaso, pues la debilidad estatal –expresada en la disminución de (o renuncia a) sus atribuciones legales y coercitivas en la conducción de la sociedad—  no hizo más que favorecer, como consecuencia querida o no querida, la proliferación de actividades, criminales o no, en manos de agentes privados fuera de control. Y los agentes criminales, sean individuales o colectivos, son agentes privados, es decir, agentes que miran exclusivamente por su propio beneficio, a partir del control de los nichos de mercado (drogas, armas, extorsiones, prostitución, tráfico de personas) en los que operan.

 

3.3. El Estado salvadoreño en la posguerra y la ofensiva neoliberal

 

El Estado salvadoreño sale de la guerra deslegitimado y debilitado, y, por ello, sin capacidad para encarar los desafíos que el “desorden social”, fraguado en la guerra y presente en la postguerra, plantea de manera ineludible. No se trataba de una experiencia inédita en el mundo. Otras naciones que vivieron situaciones parecidas, o más graves, en el siglo XX enfrentaron el mismo desafío (Guatemala, Chile, España, Japón, las naciones del ex bloque del Este, China, la ex URSS), y los resultados mejores o mejores dependieron de la fortaleza o debilidad de sus Estados. Una lección que no conviene olvidar es que cuando una sociedad ha tenido una severa crisis en su interior, por ejemplo una guerra civil o una crisis o transformación económica o política de envergadura, no es conveniente que se la deje ir a la deriva, ya que en esos escenarios se fraguan dinámicas perniciosas (violentas, criminales y anómicas; del sálvese quien pueda) que se serán un férreo obstáculo para la construcción de un orden social estable, democrático y pacífico[5].

En el caso de El Salvador, además de la pérdida de legitimidad y de una importante disminución de su poder territorial durante la guerra, el Estado se vio inserto, en la postguerra, en un clima de ideas y decisiones emanadas del paradigma neoliberal, el cual a su vez hacía parte de la trasformaciones generadas por la globalización capitalista[6]. Cuando la guerra no terminaba, los influjos neoliberales se comenzaron a sentir con el gobierno de Alfredo Cristiani (1989-1994), pero el contexto del país hacía imposible implementar las reformas económicas neoliberales emanadas del Consenso de Washington[7].

La guerra era un obstáculo para ello; los grupos de poder económico emergentes eran conscientes de que si no se le ponía fin sus posibilidades de convertirse en los “ricos más ricos” de El Salvador no se harían realidad en el corto plazo. La guerra terminó, en efecto, en 1992. La sociedad salvadoreña no había salido del shock causado por aquélla. Y una derecha (económica y política), embebida de la doctrina neoliberal, estuvo en condiciones de implementar –toda vez que continuó en el control del gobierno en los tres periodos presidenciales siguientes a la gestión de Cristiani y sin presiones sociales o políticas significativas— un conjunto de reformas orientadas al diseño de un nuevo ordenamiento económico. El Salvador se convirtió en otro ejemplo, de los muchos ofrecidos por Naomi Klein en su libro la Doctrina de Shock, de que en sociedades sacudidas por la violencia y el deterioro institucional y el inmovilismo ciudadano el neoliberalismo pudo imponerse sin mayores obstáculos.

Consecuentes con los lineamientos de la doctrina neoliberal, según los cuales el Estado es una pesada carga para la sociedad, además de ser, por sus intervenciones excesivas, pernicioso para la economía de mercado, los abanderados del neoliberalismo en El Salvador procedieron en consecuencia debilitarlo, principalmente en sus recursos y atribuciones reguladoras de la economía, pero también en sus capacidad para atender demandas y necesidades sociales de envergadura, como las vinculadas a la educación, la seguridad y el bienestar social.

La ofensiva privatizadora –por ejemplo, reprivatización de la banca, privatización de la electricidad, las telecomunicaciones y las pensiones— estuvo encaminada a fortalecer al mercado y a debilitar al Estado, en sus responsabilidades como garante último del bienestar colectivo y en sus atribuciones y capacidad de regular la esfera económica. El poder del Estado salvadoreño estuvo en juego en la postguerra. Y, con la arremetida neoliberal de los gobiernos de Cristiani, Armando Calderón Sol (1994-1999) y Francisco Flores (1999-2004), ese fue disminuido de manera significativa.

Se le llamó “reducción” o “adelgazamiento” del Estado, lo cual supuso disminuirle sus capacidades para intervenir en la esfera económica –que desde entonces quedó en manos exclusivas de agentes privados cada vez más transnacionalizados— y cederle responsabilidades en ámbitos en los cuales los capos del mercado no tuvieran interés o en las cuales sólo fuera posible la rentabilidad si se copaba una parte de esos ámbitos, dejando en manos del Estado aquellas que se mostraban poco viables de ser mercantilizadas. Fue el destino de una parte importante de la salud, la educación y la seguridad, en donde la privatización ha sido parcial, pero no despreciable en lo que se refiere a la rentabilidad que ha redituado a los agentes que controlan la parte de cada una de ellas que ha sido privatizada[8].

En cada de uno de esos rubros, la capacidad instalada, la tecnología y los recursos disponibles son abismalmente distintos a las que, en su conjunto, presenta la parte pública. La salud pública, la educación pública y la seguridad pública, desde 1992, se fueron rezagando respecto de la salud, la educación y la seguridad privadas, poniendo de manifiesto la creciente debilidad del Estado salvadoreño para hacerse cargo plenamente de las demandas y necesidades derivadas de cada uno de esos ámbitos. En la medida que el Estado se mostró impotente para atender esas y otras demandas ciudadanas, su traslado al mercado se hizo prácticamente ineludible, pues es éste el que ofrecía (y ofrece) opciones de salud, educación y seguridad a quienes se ven defraudados por los bienes y servicios públicos y están en condiciones de pagar por una oferta privatizada de los mismos. Los excluidos, los pobres, los marginados se quedan atados a lo que un Estado debilitado, mal que bien, les pueda ofrecer en salud, educación y seguridad.

El Estado salvadoreño fue “reducido” o “adelgazado” para que el mercado (y sus jerarcas) pudiera entrar en escena como el mecanismo regulador no sólo de la economía, sino de la convivencia social, dando a cada cual lo que le corresponde –en salud, educación, seguridad y bienestar— según sus propios recursos como consumidor. Esa es la utopía de los neoliberales radicales que El Salvador, como en ninguna otra nación, no se ha podido realizar plenamente, pero sí ha permitido, en la puesta en práctica del neoliberalismo salvadoreño, dejar en manos del mercado, en primer lugar, la esfera económica, en la cual el Estado no tiene una participación significativa; y, en segundo lugar, rubros sociales que, total (como las pensiones) o parcialmente (como la salud, la educación y la seguridad) ofrecen posibilidades de rentabilidad nada despreciables.

La ofensiva antiestatista de los años noventa estuvo inspirada en el discurso neoliberal fraguado en contra del Estado de bienestar. Expresiones como “inflación”, “parasitismo burocrático”, “ineficiencia del sector público”, y otras del mismo calado circularon en los ambientes empresariales, mediáticos y académicos como moneda de uso corriente para legitimar los programas de “ajuste”, así como la privatización de empresas y activos estatales.

Al término de la segunda década del siglo XXI, el antiestatismo sigue presente, convertido en un discurso antipolítica que, en lo fundamental, repite ideas de los años noventa: la carga social del sector público, el peso de la burocracia y su ineficiencia, el fracaso del Estado en los ámbitos de la salud, la educación y la seguridad, y, en fin, que el remedio para los males de la economía y la sociedad está en el mercado y sus agentes. Hay una razón que explica la pervivencia de ese antiestatismo de cuño neoliberal, y es la existencia de rubros que están a la espera de ser copados por el sector empresarial, como lo son la totalidad de la salud, la educación y la seguridad, y el agua potable.

Desde el primer desmontaje del Estado salvadoreño, iniciado con el gobierno de Cristiani y completado por Calderón Sol-Flores, han transcurrido tres décadas. En esos treinta años el Estado no sólo cedió al mercado áreas fundamentales de la vida nacional, comenzando con la economía, sino que perdió poder económico, político e institucional. Para hablar de dos rubros en los que la mercantilización es evidente, como lo son la educación y la seguridad[9], en esos treinta años ambos han sido moldeados decisivamente por el sector privado, de tal suerte que hacer del Estado –un Estado debilitado— el principal responsable del deterioro de la educación y de la seguridad sólo  tiene una correspondencia parcial  con la realidad.

Lo que ha fracasado es un esquema de desarrollo económico y social que, centrado en los grupos empresariales que controlan el mercado, ha socavado las bases económicas, jurídicas y operativas del Estado, subordinando a los intereses de aquéllos un aparato estatal disminuido en su poder, y al cual se le asignado la tarea de atender todo lo que el mercado y los empresarios consideran no rentable (por el momento o definitivamente) o peligroso para la estabilidad y buen desempeño de sus negocios.

Las reformas neoliberales de los años noventa dejaron como saldo un Estado débil, sin recursos, incompetente y estructurado a partir de nichos (casi feudos), pero con problemas graves que resolver (de convivencia social y de criminalidad) heredados de la guerra civil y con problemas nuevos que, surgidos al calor de la transformación neoliberal de la economía, la sociedad y la cultura en los noventa, comenzaron a dejar su marca propia en la realidad salvadoreña de la postguerra.  A este respecto es ilustrativo el siguiente texto de Hobsbawm:

 

“Esto nos lleva al gran enfrentamiento entre las fuerzas del capitalismo, que son favorables a la remoción de cualquier obstáculo, y las fuerzas políticas, que operan fundamentalmente a través de los estados nacionales y que están obligadas a regular –o que regulan deliberadamente— sus actividades. Las leyes del desarrollo capitalista son sencillas: maximizar el crecimiento, el beneficio, el incremento del capital. Pero las prioridades de los gobiernos y de los pueblos organizados en sociedad son, por su naturaleza diferentes. Por lo tanto, hasta cierto punto conflictivas”[10].

 

 

3.4. Estado, mercado y violencia criminal

 

Una condición imprescindible para el que un Estado pueda regular las actividades del mercado y asegure las prioridades del pueblo es que sea fuerte, es decir, que tenga el poder suficiente, por un lado, para no ser doblegado por el mercado; por otro, para no ceder a terceros sus responsabilidades en el resguardo de la paz pública, la seguridad y el bienestar de los ciudadanos; y en tercer lugar, que tenga la capacidad de hacer efectivo el imperio de la ley en todo el territorio nacional. En El Salvador, las reformas neoliberales de los noventa se aseguraron que eso no sucediera; y el daño fue mayor en tanto que esas reformas afectaron a un Estado que vio erosionados su poder y  su legitimidad durante la guerra civil que recién finalizaba en 1992.

Quizás en un contexto ideológico dominado por una visión “Estado céntrica” como la que caracterizó a la mayor parte del siglo XX, hasta los años setenta, el derrotero del Estado salvadoreño hubiera sido distinto y, aunque erosionado durante la guerra, en la postguerra a lo mejor hubiera transitado, sin perder fuerza y poder, hacia un auténtico Estado democrático de derecho.

Es oportuno anotar que la tesis de que un Estado democrático de derecho es (o debe ser) equivalente a un Estado débil –complementada por otra tesis que afirma que un Estado autoritario es (o debe ser) equivalente a un Estado fuerte— tiene suficiente evidencia en contra como para aceptarla sin reparos.  Los Estados, fuertes o débiles, pueden ser democráticos o autoritarios, dependiendo de su legitimidad y de los mecanismos y controles que regulan el ejercicio del poder que tienen en sus manos.

Son, en lo esencial, esos dos factores los que definen la naturaleza de un Estado, y no su debilidad o fortaleza. En sociedades atravesadas por fracturas profundas, deterioro de la convivencia, pobreza, crimen e inseguridad contar con Estados débiles no suele ser una buena noticia. Suele ser también una mala noticia para sociedades que, con características como las descritas, buscan transitar hacia formas de convivencia pacíficas y democráticas.

Esto fue precisamente lo que le sucedió a El Salvador en los años noventa, con el agravante de que su transición de posguerra se gestaba en un contexto de globalización neoliberal, en la cual el discurso dominante clamaba por la “reducción” del Estado, es decir, por su debilitamiento. Este discurso coincidió con el de quienes –por razones absolutamente justificadas— querían exorcizar de la manera más drástica posible el fantasma del Estado autoritario fraguado a partir del golpe de Estado de Maxiliano Hernández Martínez (1931).

Un Estado debilitado fue el que encaró los desafíos de la inmediata postguerra, momento en el cual la violencia homicida “mostraba una crisis social en gestación lenta, pero irremediable si no era abordada con determinación y visión de futuro. Los registros de homicidios de esos años reflejan la gravedad de la situación. Para quienes no lo sepan o no lo recuerden, en 1994 se tuvieron, del total de homicidios, 7, 673 que fueron intencionales; mientras que en 1995, hubo 7,877 homicidios intencionales (el total de homicidios para ambos años fue, respectivamente de 9,135 y 8,485)”[11].

Y el contexto general del país, en ese entonces, era el de una violencia social que estaba tejida, por un lado, de dinámicas heredadas de la década anterior; y por otro, de dinámicas relativamente novedosas –asociadas, por ejemplo, a los primeros brotes de las maras o pandillas— que en las siguientes dos décadas iban a poner de manifiesto toda su fuerza. También fue un Estado debilitado el que acompañó transformación económica de los años noventa (también educativa y cultural), misma que dio lugar al traslado hacia el mercado no sólo de activos y bienes estatales, sino de responsabilidades que, como la seguridad ciudadana, a lo largo del siglo XX fueron exclusivas de aquél.

En las casi tres décadas que han seguido al fin de la guerra civil se implantó un aparato económico terciarizado, diseñado, mal que bien, a partir de recetas neoliberales. En el centro de ese aparato están los complejos financieros, acompañados de los centros  comerciales, los enclaves maquileros y  las remesas. La economía del crimen ocupa un lugar no tanto en el entramado formal y legal del país, sino en la realidad social que, asimismo, ha incorporado a sus dinámicas cotidianas las actividades de grupos criminales que, organizados o no, se rigen también por las reglas del mercado que les conducen a  “maximizar el crecimiento, el beneficio, el incremento del capital”. Así como las reglas del mercado gobiernan el mundo del crimen, del mismo modo las reglas del mercado gobiernan las actividades de las empresas privadas de seguridad –y las de las compañías aseguradoras y las de las compañías que vendan armas y equipos de seguridad— que han proliferado alentadas por la debilidad del Estado y la cultura privatizadora prevaleciente. Lo dicho por J. Sachs para Estados Unidos aplica para El Salvador de postguerra:

“Cuando la economía de Estados Unidos estaba de capa caída en los setenta –dice Sachs—, la derecha política, representada por Ronald Reagan, decía que el gobierno era el culpable de todos sus cada vez mayores males. Este diagnóstico, aunque incorrecto, sonaba bien a suficientes americanos como para permitir así que la coalición de Reagan empezara un proceso de desmantelamiento efectivo de los programas del gobierno, así como para minar la capacidad del gobierno de ayudar a que la economía estuviera bajo su control. Todavía estamos viviendo las desastrosas consecuencias de ese diagnóstico fallido, y seguimos ignorando los retos reales, incluyendo las amenazas de la globalización, el cambio tecnológico y el medio ambiente”[12].

 

Al calor de la transformación económica iniciada en los noventa y sus ajustes posteriores, los influjos de la globalización económica y cultural, la proliferación de variados nichos de mercado (legales e ilegales) y las remesas han surgido en el país reductos de consumo y de bienestar –ejemplificados en los centros comerciales— que han creado segmentaciones, tensiones y exclusiones inéditas, pero que se cruzan con segmentaciones, tensiones y exclusiones tradicionales. La pobreza, sin dejar de existir, ha adquirido nuevas características, sin perder su esencia, es decir, sin dejar de ser la condición que identifica a quienes tienen dificultades para sobrevivir y, en consecuencia, para acceder a los bienes y servicios que les permitirían vivir con dignidad.

El consumismo exacerbado afecta a prácticamente todos los segmentos sociales, pero sólo algunos de ellos pueden satisfacerlo de forma cabal. La disputa por los recursos (tecnológicos, educativos, económicos, ambientales, territoriales) se ha convertido en una fuente de conflicto entre individuos y grupos, dando lugar a un deterioro de la convivencia social que se superpone a las fracturas heredadas de los años de guerra.  En la segunda década del siglo XXI estamos viviendo “las desastrosas consecuencias de [un] diagnóstico fallido, y seguimos ignorando los retos reales”.  La insatisfacción, el malestar y la frustración, por lo poco que se tiene y lo mucho que se desea, se han convertido, en el presente, en tierra fértil para la fijación en el imaginario colectivo de “chivos expiatorios” a los que se culpa de todo lo malo que sucede en el país. Los políticos, en específico y los empleados públicos, en general, se han convertido en los destinarios de ataques, descalificaciones y odios viscerales. Cualquier “noticia” –principalmente en “redes sociales”— que revela un abuso, real o presunto, de un funcionario, empleado público o político es vista, por muchos, como una confirmación de sus prejuicios y como una oportunidad para desatar su ira fuera de control. Algunos periódicos  y revistas digitales son consultados y leídos no para informarse o tener elementos de juicio para las propias valoraciones, sino como un espacio para vilipendiar a quienes se considera la escoria de la sociedad[13].

 

  1. Reflexión final: los costos sociales del “mercado centrismo” neoliberal

 

El “mercado centrismo”[14] se ha traducido en El Salvador en la privatización no sólo de las actividades económicas fundamentales o de segmentos importantes de la educación, sino también de la violencia criminal y de la seguridad para contener esa violencia. En la postguerra, el Estado salvadoreño fue disminuido en sus capacidades y recursos para que la mercantilización de la vida económica, cultural y social se hiciera efectiva. Y, paradójicamente, a ese Estado disminuido se le reclama por su impotencia ante el crimen; y, no sólo eso: se usa su impotencia como excusa para deslegitimarlo y clamar por un mayor debilitamiento del mismo.

Si no se entiende que el crimen es parte del tejido de la sociedad salvadoreña –de su tejido económico, territorial y cultural— difícilmente se caerá en la cuenta de la ingente tarea que supone librarse de él. Si no se entiende, igualmente, que es un nicho de mercado que se consolidó junto con otros nichos al compás de la ola privatizadora (y debilitadora del Estado) de carácter neoliberal, no se tendrá la disposición para entender que debilitar al Estado en su capacidad coercitiva y en su potestad de ser el garante último de la ley, así como de la paz pública y el bienestar ciudadano, fue (y es) una mala apuesta para la convivencia social.

Que el Estado haya abdicado de ejercer una regulación significativa en la esfera económica, dejándola en manos exclusivas de los sectores empresariales, ha causado un perjuicio extraordinario a la sociedad. Que el Estado haya cedido a agentes privados parte de la responsabilidad en la seguridad ciudadana lo llevó a desprenderse de una parte del poder que lo define, como lo es el uso exclusivo de la coerción, no fue bueno para la sociedad. Y ninguna las dos cosas lo ha democratizado, sino que simplemente lo han debilitado y le han impedido ser la instancia integradora y democratizadora que El Salvador ha necesitado desde 1992.

La sociedad salvadoreña tiene incorporada en su seno unas estructuras criminales que le drenan recursos, deterioran la convivencia y causan dolor a sus víctimas. Esas estructuras han consolidado sus nichos de mercado apelando a la fuerza, con lo cual no sólo vulneran derechos ciudadanos fundamentales –a la vida, a la integridad física, a la libre movilidad y al patrimonio—sino que han adquirido la potestad de disputar al Estado su capacidad para ejercer su autoridad e imponer la ley en todo el territorio nacional. Desde este punto de vista, el crimen se ha convertido en un desafío de primer orden para la gobernabilidad democrática, que excede a los gobiernos, pues atañe al Estado y a la sociedad en su conjunto.

Ciertamente, hay criterios de gobernabilidad democrática que apuntan a las exigencias que tienen los Estados de asegurar el imperio de la ley en los territorios bajo su tutela, lo mismo que a asegurar, a través del uso legítimo de la fuerza, que la vida y los bienes de los ciudadanos no sean vulnerados por individuos o grupos que operan al margen de la ley. Pues bien, en El Salvador, a lo largo de la postguerra estos individuos y grupos han prosperado, complejizado y expandido sus operaciones criminales; todo lo cual no quiere decir, si no, que han acumulado en sus manos un importante poder militar, en comunicaciones, financiero, territorial, social y cultural.

Ese poder es que les da una presencia y un peso indiscutible en la sociedad salvadoreña actual. Es ese poder, asimismo, el que explica lo difícil que es para un Estado debilitado (en sus capacidades coercitivas, en sus capacidades para regular al mercado –legal, ilegal y al que se cruza difusamente entre uno y otro—y en sus capacidades para atender las necesidades de educación, salud y bienestar de la población) hacerle frente de manera eficaz. El poder del Estado debería ser superior al poder del crimen; y superior, o cuando menos equivalente, al poder de quienes controlan el mercado, en donde se juegan también los intereses de los jerarcas del crimen.

En fin, si bien El Salvador, desde 1992 hasta 2019, ha podido sortear los peligros de la ingobernabilidad derivados de dinámicas que tradicionalmente fueron la fuente de esos peligros –disrupciones sociales debidas a demandas políticas o económicas insatisfechas—, lo cual ha permitido una estabilidad social y política a lo largo de las casi tres décadas que siguieron a los Acuerdos de Paz, la persistencia de dinámicas criminales, la erosión del tejido comunitario debido a la violencia criminal, la concentración de cuotas importantes de poder militar, logístico y financiero en manos de organizaciones delictivas, la anulación (o la disputa) en algunos territorios de la potestad legal del Estado y el desafío lanzado permanentemente a éste por acciones criminales de distinta naturaleza son señales de que la gobernabilidad democrática en el país no está consolidada o, peor aún, encuentra en las dinámicas criminales una seria amenaza para su supervivencia en el mediano y largo plazo.

En definitiva, si en El Salvador se pretende asegurar en el mediano y largo plazo la gobernabilidad democrática lo mejor es recuperar el legado de una pensamiento económico y político que ya en los años 60 y 70 del siglo XX dejó establecidos las siguientes tesis rectoras:

 

“Los mercados son instituciones razonablemente eficientes a la hora de distribuir los recursos económicos escasos de la sociedad y llevar a una alta productividad y niveles de vida medios”,

 

“La eficiencia, en cualquier caso, no garantiza la equidad (o la ‘justicia’) en la distribución de ingresos”.

 

“La  búsqueda de la equidad exige que el gobierno redistribuya la renta de los ciudadanos, especialmente de los miembros más ricos de la sociedad a los miembros más pobres o vulnerables”.

 

“Los mercados sistemáticamente proveen de ciertos ‘bienes públicos’ menos de los necesario, tales como infraestructuras, regulación ambiental, educación, e investigación científica… cuya oferta adecuada depende del gobierno”.

 

“La economía de mercado tiende a la inestabilidad financiera, que pueden reducirse con políticas activas del gobierno, incluyendo la regulación financiera y las políticas monetarias y fiscales bien dirigidas”[15].

 

San Salvador, 26 de mayo de 2019

 

 

[1] L. A. González, “Visión global de la violencia en la postguerra (1994-2018)”. https://www.alainet.org/es/articulo/199078

[2] Ambos asuntos fueron abordados en González, L. A., “Violencia social y territorialización del crimen”, ECA, Nº. 695, 2006, págs. 882-885; y González, L. A., “Centroamérica: violencia, integración regional y globalización”. http://www.uca.edu.sv/publica/eca/595art1.html

 

 

[3] López Fernández, M. del P., “El concepto de anomia de Durkheim y las aportaciones teóricas posteriores”. Sistema de Información Científica Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal. https://www.redalyc.org/html/2110/211014822005/

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[4] González, L. A., “El Salvador en la postguerra: de la violencia armada a la violencia social”. Realidad. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades. https://www.lamjol.info/index.php/REALIDAD/article/view/5016

[5] Para una planteamientos sugestivo acerca del papel del Estado en el siglo XX, y en la transición Rusa y China de los años ochenta y noventa, ver Hobsbawm, E., Entrevista sobre el siglo XXI. Barcelona, Crítica, 2016.

[6] Ver, González, L. A., “Globalización y neoliberalismo”. ECA, No. 603, 1999.

[7] Para una mirada de conjunto de los planteamientos del Consenso de Washington, ver  Mària Serrano, J. F., “El ‘Consenso de Washington’. ¿Paradigma económico del capitalismo triunfante?”. https://www.cepal.org/Mujer/proyectos/gobernabilidad/manual/mod01/13.pdf

[8] En el campo de la investigación educativa, uno de los grandes temas pendientes para los sociólogos y los economistas es el de los montos financieros (y la rentabilidad) que se juegan en el sector educativo privado en todos sus niveles. Una mirada sumamente cualitativa revela que en El Salvador se mueve mucho dinero en el sector privado educativo (y que hay segmentos de la sociedad que gastan dinero para acceder a las más variadas ofertas educativas) pero no hay ningún estudio que dé cuenta de ello ni que cruce la inversión de las familias en educación  (que es una inversión social) y la calidad de la educación obtenida. La mercantilización educativa es un hecho. También lo es el deterioro de la calidad de la educación y la pérdida de valor de los grados académicos. Se tiene que analizar críticamente y sin complacencias (o complicidades) la relación existente entre ese deterioro y la mercantilización educativa, y la relación existente entre los gastos familiares en educación y la calidad de la educación y los grados obtenidos. En un juicio más crítico, se debe valorar si la proliferación de carreras y grados de nivel superior (que es irrefrenable en El Salvador actual) se corresponde con un avance real en el conocimiento científico, filosófico y humanista, o si simplemente esa proliferación no tiene nada que ver con avance alguno en las ciencias, la filosofía y las artes.

[9] Un rubro del que prácticamente no se habla, pero en el que el dominio y competencia de los agentes privados son salvajes es el del transporte colectivo. En ese rubro impera una competencia debocada, y fuera de todo control estatal, entre los empresarios del transporte, con daños irreparables en el tejido social.

[10] Hobsbawm, E., Ibíd., p. 100.

[11] González, L. A., “Visión global de la violencia”, Ibíd.

[12] Sachs, J., El precio de la civilización. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, p. 14. El autor habla de gobierno, pues se refiere al gobierno federal. En Estados Unidos, la palabra “Estado” hace referencia a los estados que conforman la Unión.

[13] Llamarlos “periódicos” o “revistas” es un exceso, lo mismo que es falto de sentido creer son útiles para informarse u obtener juicios que valgan la pena. Se encargan, más bien, de poner a disposición de sus lectores fieles los blancos que estos andan buscando frenéticamente.

[14] Para discusión de lo que significa el “mercado centrismo”, ver González, L. A., “Estado, mercado y sociedad civil en América Latina”. ECA, octubre de 1994, pp. 1045-1056.

[15] J. Sachs, Ibíd., p. 40.

 

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Con protestas y gritos, piden calidad educativa

América del Norte/México/17.09.18/Fuente: www.milenio.com.

Con protestas, pancartas y gritos de parte de maestros y representantes magisteriales, acabó el Foro de Consulta Estatal Participativa realizada en Nuevo León.

Los profesores, auxiliares y directores de la Sección 50 y 21 pidieron calidad educativa, infraestructura tecnológica, derogar la reforma que impulsó Enrique Peña Nieto y repudiaron la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.

Unos 2 mil 500 mentores y funcionarios municipales, el gobernador Jaime Rodríguez e integrantes del próximo gabinete de Andrés Manuel López Obrador se dieron cita en el Polideportivo de la UANL, en el municipio de Escobedo.

Faustino Celestino Martínez, maestro de la secundaria 32 y miembro de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, llevó a un grupo de profesores con pancartas pidiendo una mejor educación.

«¡Va a caer, la reforma va a caer»!, repitió a gritos en varias ocasiones para ser seguido sólo por los seis maestros que portaban las leyendas de protesta.

«Estamos en contra de todas las reformas neoliberales y que han sumido a México en la marginación social… Castigo a los funcionarios corruptos, abrogar no es igual que cancelar la reforma, repudio a la desaparición de los 43 normalistas», dijo a gritos.

Gustavo Michau, representante magisterial, habló del desarrollo personal y de pertenencia de los maestros y de un sistema equitativo e incluyente, mientras era recibido entre gritos y aplausos de los asistentes.

Reyes Tamez Guerra, ex secretario de Educación durante la gestión de Vicente Fox, planteó la propuesta de crear una Secretaría de Educación Superior, de Ciencia y Tecnología para apoyar aquellos estados con mayor desigualdad, lo que generó la aprobación de los asistentes.

Bernardo Aguilar Montiel, de los Centros de Desarrollo Infantil, pidió movilizar a la ciudadanía en el desarrollo integral de la primera infancia del país y señaló que comparten la visión de Andrés Manuel López Obrador.

Al foro de consulta acudió también Esteban Moctezuma Barragán, próximo secretario de Educación del.gobierno de AMLO.

Fuente de la noticia: http://www.milenio.com/politica/con-protestas-y-gritos-piden-calidad-educativa

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Evaluación magisterial y sismos

Por: Lev M. Velázquez Barriga

De manera conjunta, el gobierno gederal, la Secretaría de Educación Pública y el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación decidieron posponer la evaluación del ­desempeño en Ciudad de México y otras nueve entidades de la República, si los docentes así lo solicitan. El principal motivo es que se trata de zonas afectadas por los sismos; sin embargo, aunque ciertamente lo están, existen otras explicaciones de carácter político que no deben ser desestimadas.

Cuatro de las entidades federativas en cuestión corresponden a lo que se puede nombrar como el territorio histórico de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE): Guerrero, Michoacán, Chiapas y Oaxaca; sobra decir que en este corredor geográfico se encuentra el foco rojo de la oposición a la reforma educativa, ahí la participación en los procesos evaluativos es mínima, al grado de que la autoridad ha tenido que violar la legislación para convocar en más de tres oportunidades a los maestros, para intentar obligarlos o convencerlos con prebendas y aun así la asistencia ha sido insignificante, lo demuestra la realidad sin importar las maquilladas cifras oficiales.

La lectura de esta decisión, que particularmente me parece la más engañosa, es que el régimen esté enviando señales para una tregua política de cese al fuego con los maestros disidentes, en la idea de garantizar la estabilidad de todo el proceso electoral; es decir, hasta septiembre de 2018, en los últimos meses del presente gobierno, cuando se reanudaría la evaluación con la que se define la permanencia de los trabajadores de la educación.

Tal medida, también debe ser interpretada como una táctica de aislamiento hacia la CNTE, cuyo objetivo es acordonar el foco rojo de la disidencia magisterial a la evaluación y arrancarle lo que había levantado como estandarte de lucha nacional: que la reforma es de carácter federal y afecta por igual a todos los profesores del país, independientemente de su simpatía con cualquiera de las expresiones gremiales.

Con el aislamiento se busca mediatizar las demandas de la CNTE a la solución de sus problemas regionales o particulares de cada sección sindical; además, con ello se desprotegería a los maestros que están fuera de la franja geográfica en la que se ubica la desobediencia hacia la evaluación y que no han logrado consolidar una organización fuerte para defender por medio de la movilización social su estabilidad laboral.

En el mismo sentido y de manera complementaria a la táctica política del Estado, se puede leer la intención de desarticular las oleadas magisteriales del centro del país, que por su cercanía o pertenencia a Ciudad de México, pueden desplazarse en grupos pequeños, y en ocasiones numerosos, con mayor facilidad a los puntos de concentración, o bien, de dispersión de las movilizaciones callejeras contra la reforma educativa.

Todas estas pretensiones juntas –la supuesta tregua en periodo electoral, aislamiento de la CNTE, descobijo de los sectores educativos con mínima organización, así como la desarticulación de los profesores de las regiones cercanas a Ciudad de México– conforman la estrategia para la desmovilización del magisterio. Intentan recrear el efecto mediático y político presumido por Aurelio Nuño desde el ciclo escolar anterior, cuyo mensaje es que la reforma educativa se estabiliza y en consecuencia avanza sin resistencias ni descontentos y, si acaso hubiera, están focalizados.

La estrategia gubernamental coloca a la capital del país, en el centro neurálgico de los poderes y de la política nacional, fuera del escenario para la lucha de los maestros, pero también de su posible integración en la confrontación contra todo el régimen de corrupción y despojo que está tomando cuerpo en torno de la Asamblea Ciudadana por la Reconstrucción Nacional después de los desastres provocados por los sismos y las lluvias.

Los reformadores neoliberales no hicieron más que un stop en la dimensión evaluativa de la reforma educacional, donde ya sabían que se iban a encontrar con resistencias que la ponen en riesgo; incluso, ven una oportunidad para borrar las letras en rojo que demeritan los informes oficiales. Paralelamente al aplazamiento focalizado de la evaluación, el gobierno federal se dispone a continuar con el proceso de despojo de los derechos laborales en los otros 22 estados de la República.

En la gran mayoría de las entidades, los profesores no tendrán ni esa miserable opción de posponer para el próximo ciclo escolar la guillotina de su estabilidad en el empleo. No es suficiente la suspensión temporal de la evaluación obligatoria, para que sea un verdadero momento de júbilo tiene que ser una decisión definitiva y además que se aplique para todos sin excepción geográfica; para que eso sea posible, será necesario romper con la estrategia desmovilizadora del régimen que se presenta como acto de voluntad y sensibilidad social.

Fuente del artículo:  http://www.jornada.unam.mx/2017/10/10/opinion/018a2pol

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México: Embate neoliberal contra maestros en toda América

México/10 de Octubre de 2016/La Jornada

El ataque a los derechos de los maestros y la imposición de reformas neoliberales, con las que buscan privatizar la educación pública, es un proceso continental que afecta a docentes y escuelas desde Canadá hasta la Patagonia, señalaron líderes sindicales magisteriales de Brasil, Chile, Venezuela, Canadá y México.

Al participar en los trabajos del segundo Foro hacia la Construcción del Proyecto de Educación Democrática, convocado por la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), afirmaron que frente a este contexto inició un esfuerzo por agrupar todas las resistencias nacionales y enfrentar como trabajadores del sector del continente el embate del capitalismo.

Destacaron que está en juego la defensa de la educación como un derecho humano irrenunciable frente a un modelo neoliberal que busca convertirla en una mercancía.

Joaninha de Oliveira, representante de la Coordinadora Nacional de Luchas de Brasil y líder del magisterio en el estado de Santa Catarina, afirmó que en toda América Latina se enfrenta el mismo embate de las políticas neoliberales contra la educación pública.

En Brasil, dijo, existe un proceso de privatización que permite que muchos de los recursos presupuestales vayan a planteles particulares, mientras el deterioro de los centros escolares públicos se agudiza.

A esto se suman reformas curriculares que están cancelando actividades como la educación física, la cual dejará de ser obligatoria, pero también la imposición de un esquema meritocrático que premia sólo a un pequeño grupo de docentes que son obedientes con los mandatos del gobierno y los empresarios.

Al respecto, Teri Mooring, vicepresidenta de la Federación de Maestros de la Columbia Británica, en Canadá, y representante de la coordinación general de la Coalición Trinacional en Defensa de la Educación Pública, indicó que en su país y en Estados Unidos los derechos de los maestros se ven afectados por la profundización de las reformas neoliberales.

Existe, dijo, un proceso de privatización de la escuela pública, pues la visión de los gobiernos y de la iniciativa privada es convertir a la educación, que debe ser un derecho humano irrenunciable, en una mercancía.

En el encuentro, Luis Bonilla Molina, coordinador internacional de la Red Global por la Calidad Educativa y presidente de la Sociedad Venezolana de Educación Comparada, y Michael Umaña, presidente del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación de Chile, coincidieron en que los trabajadores del sector pueden impulsar en la región la construcción de proyectos pedagógicos democráticos que pueden ser llevados a la práctica, porque son los maestros quienes pueden transformar lo que ocurre en el aula y construir una escuela emancipadora.

Por su parte, Pedro Hernández, integrante de la dirección política de la CNTE y coordinador de la Comisión de Educación del magisterio disidente, señaló que hay muchos factores que retratan claramente que el ataque a los derechos de los docentes y contra la escuela pública está presente en todo el continente, concluyó.

Fuente: http://entrelineas.com.mx/mexico/embate-neoliberal-contra-maestros-en-toda-america/

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Brasil-Chile-Venezuela-Canadá-México: Embate neoliberal contra maestros en toda América

América del Norte-Sur/Brasil-Chile-Venezuela-Canadá-México/30 de septiembre de 2016/www.jornada.unam.mx/Por: Laura Poy Solano

El ataque a los derechos de los maestros y la imposición de reformas neoliberales, con las que buscan privatizar la educación pública, es un proceso continental que afecta a docentes y escuelas desde Canadá hasta la Patagonia, señalaron líderes sindicales magisteriales de Brasil, Chile, Venezuela, Canadá y México.

Al participar en los trabajos del segundo Foro hacia la Construcción del Proyecto de Educación Democrática, convocado por la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), afirmaron que frente a este contexto inició un esfuerzo por agrupar todas las resistencias nacionales y enfrentar como trabajadores del sector del continente el embate del capitalismo.

Destacaron que está en juego la defensa de la educación como un derecho humano irrenunciable frente a un modelo neoliberal que busca convertirla en una mercancía.

Joaninha de Oliveira, representante de la Coordinadora Nacional de Luchas de Brasil y líder del magisterio en el estado de Santa Catarina, afirmó que en toda América Latina se enfrenta el mismo embate de las políticas neoliberales contra la educación pública.

En Brasil, dijo, existe un proceso de privatización que permite que muchos de los recursos presupuestales vayan a planteles particulares, mientras el deterioro de los centros escolares públicos se agudiza.

A esto se suman reformas curriculares que están cancelando actividades como la educación física, la cual dejará de ser obligatoria, pero también la imposición de un esquema meritocrático que premia sólo a un pequeño grupo de docentes que son obedientes con los mandatos del gobierno y los empresarios.

Al respecto, Teri Mooring, vicepresidenta de la Federación de Maestros de la Columbia Británica, en Canadá, y representante de la coordinación general de la Coalición Trinacional en Defensa de la Educación Pública, indicó que en su país y en Estados Unidos los derechos de los maestros se ven afectados por la profundización de las reformas neoliberales.

Existe, dijo, un proceso de privatización de la escuela pública, pues la visión de los gobiernos y de la iniciativa privada es convertir a la educación, que debe ser un derecho humano irrenunciable, en una mercancía.

En el encuentro, Luis Bonilla Molina, coordinador internacional de la Red Global por la Calidad Educativa y presidente de la Sociedad Venezolana de Educación Comparada, y Michael Umaña, presidente del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación de Chile, coincidieron en que los trabajadores del sector pueden impulsar en la región la construcción de proyectos pedagógicos democráticos que pueden ser llevados a la práctica, porque son los maestros quienes pueden transformar lo que ocurre en el aula y construir una escuela emancipadora.

Por su parte, Pedro Hernández, integrante de la dirección política de la CNTE y coordinador de la Comisión de Educación del magisterio disidente, señaló que hay muchos factores que retratan claramente que el ataque a los derechos de los docentes y contra la escuela pública está presente en todo el continente, concluyó.

Tomado de: http://www.jornada.unam.mx/2016/09/30/politica/018n2pol

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Y ahora, ¿quién pagará la educación?

Por OLEP

En esta ocasión no quisimos hablar de cómo algunos organismos nacionales e internacionales, como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) o la organización de la “sociedad civil” Mexicanos Primero, han metido su cuchara para decidir y dictar el rumbo que ha de tomar la educación pública en México, ni de cómo la aplicación de las “recomendaciones” que hacen al Estado mexicano sirven para garantizar mano de obra barata. Tampoco nos detendremos en explicar la relación estrecha que existe entre los dirigentes de dichos organismos, el gobierno federal y las principales cámaras de comercio y cadenas de comunicación masiva, o en los millones de pesos del erario público que terminan en los bolsillos de empresarios, supuestamente preocupados por la educación en nuestro país.

No, en esta ocasión consideramos importante hablar de cómo la Reforma educativa lo afecta a usted, padre o madre de familia. Tal vez se ha percatado de que el paro que llevan a cabo algunas escuelas en su colonia no sólo es impulsado por profesores, sino también por papás o vecinos preocupados por lo que está sucediendo. A la vez, tiro por viaje en la radio y la televisión escuchamos condenas hacia el pueblo que, organizado o no, se solidariza con los profesores, sale con ellos a marchar, apoya los paros, lleva víveres a los centros de acopio o informa a sus vecinos de sobre las razones por la que realmente está luchando el magisterio democrático. Sin embargo, lo que no nos dicen, ni nunca nos dirán los medios de comunicación masiva, son las razones por las que muchos padres de familia están apoyando a los maestros debido a que han tomado conciencia de que la lucha magisterial es también una lucha del pueblo.

Según el Resumen ejecutivo de la Reforma educativa, uno de los objetivos fundamentales de la misma es “fortalecer las capacidades de gestión de la escuela” a través de la “autonomía de gestión escolar y la participación de los padres de familia”. Pero ¿qué es eso de la gestión de la escuela y la autonomía escolar? Estos mecanismos tienen dos caras, por un lado, se permite la entrada de empresas privadas a las escuelas para que provean servicios y dejan el camino libre para que se lucre con las necesidades escolares y, por otro lado, la dichosa “autonomía” abre el camino para la legalización de las cuotas “voluntarias” al delegar el sostenimiento de las escuelas a los padres de familia y crear las condiciones para que “programas compensatorios”, como las becas o los desayunos, desaparezcan. Según dicho resumen de la Reforma educativa, la columna vertebral de la “autonomía escolar” es que “las escuelas puedan tomar las decisiones que correspondan a su mejor funcionamiento”, lo que en realidad significa que cada escuela deberá administrar su infraestructura y la obtención de los materiales educativos, mediante la creación de “asociaciones de padres de familia” las cuales, según la Ley General de Educación, en sus artículos 69 y 70, “tendrán por objeto: […] colaborar en el mejoramiento de los planteles [y] procurará la obtención de recursos complementarios para el mantenimiento físico y para proveer de equipo básico a cada escuela pública”. Lo anterior bajo la justificación de que la educación debe estar bajo la “vigilancia ciudadana” y que, como reza el texto citado, “[los padres de familia son] los principales responsables de la educación de sus hijos”.

Tal vez se estará preguntando ¿es esto posible? Primero tenemos que pensar que la Reforma educativa es parte del Pacto por México, esto es, la serie de reformas constitucionales (laboral, energética, hacendaria, en materia de telecomunicaciones, etcétera) que Peña Nieto ha aprobado a lo largo de su gobierno y que en los hechos sólo han significado el recorte de derechos económicos y sociales, recortes presupuestales en los programas sociales y de subsidios y una mayor carga a nuestros bolsillos o ¿acaso usted trabaja menos de 9 horas diarias, tiene un contrato con prestaciones de ley como seguro social, aguinaldo o vacaciones pagadas? ¿paga menos por la energía eléctrica, el gas o la gasolina? Después, sumándole a todo esto, tan sólo en este año la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) ha hecho recortes por, al menos, 163 mil 715 millones de pesos en los rubros de salud, educación y programas sociales. Además, para cerrar con broche de oro, ya que a nuestros queridísimos gobernantes no se les va una, parte de la Reforma educativa es la descentralización del presupuesto, es decir, que ahora cada estado deberá solucionar todos los problemas que aquejen a la educación pública, pero sin los recursos suficientes para atenderlos.

Así que ya se irá imaginando el panorama que nos espera si queremos darles educación a nuestros hijos, sin embargo, el rumbo que tome la misma está en nuestras manos, pero no en el sentido que el gobierno nos quiere imponer, sino porque de nuestra capacidad organizativa y nuestra solidaridad hacia el magisterio democrático dependerá que la educación sea gratuita. Desde la Organización de Lucha por la Emancipación Popular (OLEP) te invitamos a participar en nuestras brigadas de agitación, a unirte a las actividades que la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) realiza en tu barrio y a crear Comités en contra de las reformas neoliberales, integrados por padres de familia, trabajadores de la educación y alumnos, en los que se lea y discuta éste u otros artículos de FRAGUA. Es momento de caminar codo con codo con nuestros maestros democráticos, es momento de transformar nuestra indignación en organización.

¡Alto a la represión contra el movimiento magisterial-popular!

NOTA: Este artículo fue publicado como parte de la sección EDUCACIÓN del No. 19 de FRAGUA, órgano de prensa de la Organización de Lucha por la Emancipación Popular (OLEP), en circulación desde el 25 de julio de 2016.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=215956

Imagen:https://1.bp.blogspot.com/-7hUCxlvxtIg/V8CVW2_u6gI/AAAAAAACR3o/WMWv_fYf_ZYeDrbJLP_lvoL3cQmU6iRtgCLcB/w506-h326/los%2Bestudiantes.jpg

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