La educación como problema

Por José Sánchez Tortosa 

En filosofía suele hablarse de problemas, en la medida en que el pensamiento racional (el filosófico, pero, en rigor, también el científico) no puede ofrecer respuestas cerradas que clausuren definitivamente el objeto que esté sometido a estudio.

 

Por su propia naturaleza, la racionalidad ofrece un intento por clarificar en la medida de lo posible los términos del problema, eliminando la confusión que sobre él se proyecta desde las ideologías y el lenguaje común. Pero nunca podrá garantizar una respuesta que convierta en solución lo que antes parecía un problema. La realidad misma es, desde esta perspectiva, siempre problemática, siempre sujeta a una incesante discusión racional, que no concede descanso ni consuelo nunca. Por eso, nos vemos obligados a hablar del «problema de la educación», como hablamos del «problema de la libertad», del «problema de la existencia de Dios», del «problema de la Historia» o del «problema de la Playstation», que no deja de ser un problema.

Me propongo, por tanto, tratar la educación como problema, como problema filosófico e histórico, y hacerlo con instrumental técnico y teórico, esto es, no ideológico.Conviene, antes de nada, recordar el impacto que el problema tiene en el conjunto de la sociedad, por lo que cuestiones de corte filosófico apuntan, sin embargo, a una situación que es de emergencia social en estos momentos en las sociedades desarrolladas, y en España especialmente.

Suele concederse desde distintos ámbitos que existe cierta preocupación por la educación, incluso un «compromiso con la educación». Para empezar, habría que precisar qué se concibe exactamente bajo esa fórmula. Hay palabras que por el peso de una hegemonía terminológica determinada están revestidas de una aureola casi taumatúrgica que produce el consenso y la aceptación incondicional en el espectador en el momento mismo de ser pronunciadas, sin necesidad de más precisiones. Compromiso es una de estas palabras mágicas. Basta con adjetivar a alguien o a uno mismo como «comprometido» para ganarse la admiración y el respaldo del que escucha sin la molestia del trabajo conceptual («El esfuerzo del concepto», que diría Hegel) ni coste argumental alguno. Pero no estaría de más contraponer al empleo acrítico del término la pregunta filosófica, es decir, mostrar lo vacío que el vocablo está en el discurso hegemónico y transformar el compromiso, como respuesta cerrada, en problema abierto, huyendo de su carácter catártico, ése que consiste en generar aceptación masiva (pletórica). De modo que preguntamos: ¿qué tipo de compromiso? Y, aun más, ¿compromiso con qué educación? Así pues, no es aceptable la mera fórmula «compromiso con la educación» sin definir educación.

Remito a mi libro El profesor en la trinchera y a otros textos en los que he precisado la definición de educación. Pero, atendiendo a lo que en la historia reciente de España se ha entendido por tal, puede establecerse una tríada axial que ha atravesado, con diferencias de relieve que habrá que ir acotando, los sistemas educativos triunfantes. Esa tríada axial (hablamos de tríada porque estos tres ejes se encuentran necesariamente conectados en función de relaciones que tendremos que precisar y justificar) estaría formada por el antiintelectualismo, el igualitarismo y la efebolatría.

Entiendo por antiintelectualismo la corriente pedagógica que sitúa lo intelectual o académico bajo sospecha o, en todo caso, como factor secundario en el proceso de enseñanza, subordinado a lo ideológico y a lo afectivo, en tanto que ámbitos que se alimentan mutuamente.

Entiendo por igualitarismo la tendencia a privilegiar una igualdad final (como resultado) por encima de una igualdad inicial (como punto de partida).

Entiendo por efebolatría la utilización retórica de la mera circunstancia cronológica que denominamos juventud como valor en sí mismo.

Si se opta por situar lo académico en segundo plano, y dado que todo individuo psicológico está igualmente dotado de (sometido a) afectos (sentimientos, deseos, etc.), se tenderá, consecuentemente, a facilitar un igualitarismo, esto es, una igualdad en los resultados (o indiferencia con respecto a los mismos), una imposición de lo relativo en la que nadie puede destacar por su esfuerzo e intelecto. Si, además, se fomenta el componente psicológico sin una formación intelectual que permita una maduración del sujeto, los alumnos son condenados a una infantilización perpetua en la que el joven es el protagonista, incluso el agente, del cambio.

En España, la historia de la educación sigue un movimiento pendular de reacción. Pero, como el péndulo, aunque oscile de un extremo a otro, cuelga de un solo punto (la tríada axial que acabamos de dilucidar), en la medida en que esas tres características están vinculadas entre sí, como ya hemos adelantado. La educación en España ha adoptado, retóricamente al menos, en sus documentos legislativos y doctrinales, diversas formas, pero ha sido, en general, antiintelectual e ideológica, sin perjuicio de que los distintos planes de estudios, independientemente del componente doctrinal, ofrecieran condiciones de formación y exigencia académica muy distintas en cada caso, si bien también responden a una tendencia paulatina a la reducción del peso de lo académico (con una significativa pero imparable prolongación progresiva de la etapa obligatoria y la correspondiente reducción del bachillerato o etapa postobligatoria). Y, en tanto que pedagogías revolucionarias, han sido efebolátricas. La actual, en su condición de relativista y demagógica, es igualitaria no selectiva (sí lo fueron las primeras leyes de la república y del franquismo) y efebolátrica.

Es seguramente el segundo eje de la tríada (el igualitarismo) el que más ha oscilado, ya que, propiamente, sólo la Logse (aunque con precursores, como la ley del 70, con Franco aún en vida) ha sido igualitaria, según hemos definido igualitarismo, esto es, la decisión de desterrar, como un tabú, cuanto pudiera sospecharse próximo a cualquier tipo de selección.

El hecho que parece decisivo en este asunto es el tránsito de la instrucción a la educación, entendiendo, en principio, por instrucción la transmisión de conocimientos y por educación la subordinación de los conocimientos a la formación moral e ideológica del alumno. Este paso podría situarse históricamente entre las primeras medidas en materia educativa tomadas por el primer gobierno republicano, a partir de abril de 1931, y el primer plan de estudios del franquismo, en septiembre de 1938, de la mano de Pedro Sainz Rodríguez, primer ministro de Educación del régimen de Franco. De hecho, la propia denominación del ministerio cambia en este momento. Pasa a denominarse Ministerio de Educación Nacional, en sustitución de la denominación de Ministerio de Instrucción Pública, vigente desde su creación, en 1900. Sin embargo, conviene recordar que, al menos en el terreno de la aportación teórica, ese paso (de instrucción a educación) aparece ya formulado por la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876 por Francisco Giner de los Ríos:

Como también se comprende al punto que, por su virtud vivificante, haya ido despertando en las inteligencias la idea de que la educación, no la mera instrucción, ha de ser siempre el fin de la enseñanza (Discurso inaugural del curso 1880-81 en la Institución Libre de Enseñanza, por Giner de los Ríos; en Ensayos sobre educación, Ediciones de la Lectura, 1916, Madrid, Iª parte, pág. 22).

Y Giner es un referente para los responsables pedagógicos del primer gobierno de la Segunda República, según sus propias palabras. Rodolfo Llopis, director general de Primera Enseñanza del primer gobierno de la Segunda República, cuenta cómo el retrato de Giner de los Ríos presidía su despacho en la Dirección General, junto al de Pablo Iglesias y al de Cossío, discípulo de Giner:
Ya estaba instalado en la Dirección General. Coloqué en el sitio de honor un retrato de Pablo Iglesias. A su lado, el de don Francisco Giner de los Ríos y el de don Manuel Bartolomé Cossío. (…) Yo me complacía en decir a todo el mundo lo que significaba aquel modesto homenaje que me permitía rendir a los tres grandes educadores que tanto habían contribuido a forjar la conciencia revolucionaria del país. Por eso un sagaz cronista de Le Populaire, de París, pudo decir, con razón, que en el despacho de la Dirección General advertía una doble iluminación: la que entraba a raudales por el ancho ventanal que se abría a la calle de Alcalá y la que constantemente irradiaban las nobles figuras de Iglesias, Giner y Cossío (Rodolfo Llopis, La revolución en la escuela. Dos años en la Dirección General de Primera Enseñanza, Biblioteca Nueva, Madrid, 2005, capítulo I, pág. 21).

Además, otro institucionista, Fernando de los Ríos (sobrino lejano de Giner de los Ríos), fue ministro de Instrucción Pública desde diciembre del 31 hasta junio del 33.

Y si bien la República conserva el término instrucción en la denominación del ministerio, explícitamente apuesta por la educación:

El maestro no olvidará nunca que si tiene ante sí en cada niño a un ser a quien ha de instruir, tiene sobre todo ante sí a un ser a quien ha de educar. El maestro ha de ser fundamentalmente un educador. Ha de llegar hasta el fondo íntimo de la personalidad infantil, favoreciendo, ayudando, contribuyendo a que esa personalidad alcance libremente su plenitud (Rodolfo Llopis, «Circular acerca de la promulgación de la Constitución de 1931», en op. cit., capítulo X, pp. 220-222).
También lo hacen el franquismo:
Yo espero que la nueva España sabrá formar hombres con cultura moral y con cultura intelectual; pero hemos de conceder la prioridad a la formación moral de los elementos docentes de la juventud (Pedro Sainz Rodríguez, La escuela y el Estado Nuevo, Hijos de Santiago Rodríguez, Burgos, 1938, p. 13).
Y la Logse:
En esa sociedad del futuro, configurada progresivamente como una sociedad del saber, la educación compartirá con otras instancias sociales la transmisión de información y conocimientos, pero adquirirá aún mayor relevancia su capacidad para ordenarlos críticamente, para darles un sentido personal y moral, para generar actitudes y hábitos individuales y colectivos, para desarrollar aptitudes, para preservar en su esencia, adaptándolos a las situaciones emergentes, los valores con los que nos identificamos individual y colectivamente (Ley de Ordenación General del Sistema Educativo, Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre de 1990, Preámbulo).

Y, sin embargo, a pesar de que parece vislumbrarse una tendencia general, común a los tres casos ejemplificados, a coordinar políticamente los sistemas educativos dentro del engranaje de sistemas gubernativos desarrollados y con un sesgo ideológico muy acentuado, particularmente en los momentos más críticos (inestabilidad política, antagonismo social, incluso, guerra civil), hay similitudes significativas en los dos primeros que no se dan en el tercero, lo cual nos lleva, por decirlo ya, al tránsito de la educación ideológica o doctrinal al relativismo Logse.

La base teórica de la pedagogía Logse es el constructivismo. Esta corriente consuma un desplazamiento que conduce a un error conceptual. Este error consiste en trasladar al ámbito de lo moral y de lo ideológico lo que pertenece al campo de las condiciones técnicas de la enseñanza. La enseñanza, como técnica que permite la formación intelectual (y humana, porque lo distintivo del ser humano es su carácter racional), requiere, como cualquier técnica, unas condiciones materiales sin las que tal actividad no es posible. Esas condiciones de posibilidad no son, por tanto, morales o ideológicas, sino técnicas. El silencio en un aula nada tiene que ver con autoritarismo o despotismo alguno, sino con la imposibilidad material de aprender nada en un ambiente de ruido, algaradas y frenesí.

Este paso del adoctrinamiento al relativismo se produce porque es el movimiento más fácil, frente a los obstáculos que representa la filomatía como artificio, del mismo modo que en física se impone el modelo de Einstein sobre el de Newton, porque el movimiento elíptico es el más sencillo en un universo curvo y prescinde por tanto de intrincadas explicaciones de corte más metafísico que físico (como la justificación kepleriana de la órbita elíptica en función de la imperfección consustancial a la materia o el recurso newtoniano al éter). En nuestro caso, una normativa concreta ejemplifica este argumento modélicamente: ante la imposibilidad de repetir más que una vez por ciclo (Logse, capítulo 3º, art. 22; Proyecto, parte III, §8.13, p. 20), el movimiento más sencillo es no hacer nada. Así, como en Física, no hay que explicar por qué no se estudia. Ahora lo que hay que explicar es por qué hay individuos que sí estudian, ante la evidencia de que no hace falta para aprobar. La dicotomía clásica reaparece en toda su crudeza: la enseñanza como naturaleza (el optimismo antropológico de Rousseau) o como artificio (Platón, Locke, el pesimismo antropológico). El resultado patente de este marco jurídico y social es la tiranía de la adolescencia, ese invento de las sociedades desarrolladas y de la teología postmoderna (la psicopedagogía), tiranía que tiraniza al que la padece y a los demás, y, en consecuencia, la infantilización social o generacional, que deja expuestas a la indefensión a huestes de sujetos sin más formación que la suministrada por los medios de masas.

Esta confusión que traslada a lo ideológico las cuestiones técnicas tiene como correlato necesario la confusión que traslada a la enseñanza parámetros políticos que no pertenecen a ese ámbito: así, se pretende construir una supuesta escuela democrática en lugar de una escuela técnicamente preparada para propiciar una sociedad democrática. En este punto, la clave aparece en la forma del mito de una democracia natural o espontánea, que anidaría en los jóvenes por el mero hecho de serlo (como en ellos reside también la semilla de la revolución socialista o nacionalcatólica: efebolatría):

Así, Rusia, desde el primer momento, en medio de sus convulsiones y dificultades, lanza un grito de guerra, que es su bandera pedagógica. Ese grito perdura a lo largo de la revolución e informa toda la vida escolar del pueblo ruso. Es el grito de Zinovief, que dice: «¡Cueste lo que cueste, hay que apoderarse del alma de los niños!» (Rodolfo Llopis, op. cit., p. 12);

El alma de un niño de la España de hoy, es, pues, más sagrada que el alma de un hombre y más sagrada que nunca (M. Domingo, La escuela en la República. La obra de ocho meses. Aguilar, Madrid, 1932, pról., pág. 11);

Radica aquí uno de los hechos más sorprendentes del actual momento histórico-universal, que consiste, esquemáticamente, en que los hijos han de convertirse en educadores, en conductores de los padres, porque éstos no alcanzan a percibir las exigencias providenciales de la nueva época. (…) La juventud es siempre promesa fecunda, simiente prolífica de nuevas y más justas formas de vida lo saben bien porque lo dicta el corazón, que no engaña jamás (Adolfo Maíllo, inspector de primera enseñanza y pedagogo del franquismo, Educación y revolución. Los fundamentos de una educación nacional, Editora Nacional, Madrid, 1943, pp. 82-83).

Del mismo modo se formula una supuesta igualdad de derechos (no de deberes) frente a una igualdad de oportunidades (o igualdad de partida).

Si se parte de la base de que se pretende una escuela para una sociedad democrática, además de definir educación y democracia, habría que preguntarse cómo es posible, si es que es posible, una enseñanza de calidad que sea simultáneamente democrática, es decir, no discriminatoria, universal:

La escuela única atiende a estas dos finalidades: extiende la enseñanza a todos y posibilita la selección por el mérito.
Y:
Una democracia subsiste por las aristocracias del espíritu que ella misma forja, y la producción de estas aristocracias es imposible y, por consiguiente, imposible la democracia, si ella no impulsa, facilita y ampara la selección. (…) Instruidos todos, la selección es un derecho del inteligente y un deber en el Estado que cifre en la inteligencia la jerarquía(M. Domingo, op. cit., p. 17; cap. III, pp. 97-98).

En este contexto, el papel del profesor (que encarna la función de la sociedad en la escuela) ha quedado reducido a una función de orden público, por lo que la labor docente (filomática) ha sido vaciada, imposibilitada, desactivada.

En una escuela pública con semejantes características son los sujetos sin recursos económicos (condenados a la enseñanza estatal) los que se ven reducidos a mano de obra barata o sin cualificación, mientras que aquellos con posibilidades materiales optarán por la escuela privada. Bajo la retórica del progreso, la igualdad y la solidaridad se condena a los individuos de las clases menos desahogadas a la ignorancia, la dependencia y la miseria intelectual, humana y social.

Fuente del artículo: https://www.libertaddigital.com/opinion/ideas/la-educacion-como-problema-1276236754.html
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Populismo pedagógico

Por: José Sánchez Tortosa

El 19 de mayo de 1928, Primo de Rivera aprueba un Real Decreto-Ley de reforma universitaria que desencadena protestas estudiantiles y la oposición de sectores intelectuales, en particular contra el artículo 53, que permitía a los alumnos de centros privados (léase religiosos) ser examinados por dos profesores de su centro y un catedrático de la Universidad donde se matricularan, lo que fue considerado un privilegio. Uno de esos estudiantes, J. López-Rey, recoge uno de los manifiestos estudiantiles que circularon durante aquellas jornadas en Los estudiantes frente a la dictadura: «Los estudiantes han caído en las calles atropellados por la fuerza pública, porque querían que el día de mañana, los españoles, cuando acudan al médico, al abogado o al ingeniero, éste ostente la máxima garantía de su capacitación. La del Estado español, no la que puedan dispensar arbitrariamente unas congregaciones religiosas».

Hoy, menos de un siglo después, los estudiantes no caen atropellados sino que yacen paralizados en un sueño inerte en brazos de un sistema educativo diseñado por las congregaciones religiosas del constructivismo y de la Pedagogía oficial. Su papel como Teología de los afectos ha disfrazado de salvación laica de almas puras la nueva función de la escuela pública: contener bolsas de sujetos ociosos en edad prelaboral. La transmisión de saberes técnicos y académicos dejó de ser hace tiempo objetivo de la institución.

Y es que tras la Segunda Guerra Mundial, las sociedades europeas, afectadas por un fuerte impacto demográfico en la franja de edad más productiva, se ven abocadas por necesidades materiales a extender la enseñanza pública. Alcanzada la recuperación económica y demográfica, la masificación de la enseñanza pasó de ser la solución a ser el problema. El número de licenciados aumentó hasta constituir un excedente que provocó ciertos ajustes. Se recurrió a la alfabetización universal formal. Asegurada la producción de las elites necesarias para asumir las decisiones de la alta administración y bendecida la medida por la sofística progresista de moda, los centros de enseñanza públicos se vieron condenados a una pauperización de sus fines técnicos, reemplazados por funciones de orden público. La legitimación espectacular del modelo quedó a cargo de la Pedagogía.

En España este proceso lo culminó el modelo general de la ley de 1990, prefigurado por la ley Villar Palasí de 1970. Así, los centros de enseñanza pública se convirtieron en guetos respetables donde retener, bajo control administrativo, a masas de sujetos en edad decretada como escolar sin que la formación académica, técnica y teórica tuviera relevancia. En esa abigarrada convulsión de afectos y sentimientos en que se convirtió la escuela, asumiendo los clichés de los medios de masas y, hoy, de las redes sociales, apenas queda resquicio para la lógica o la mera sintaxis, maltratadas sin piedad. De modo que el desprestigio del conocimiento y, por extensión, del profesor que se resiste a ser mero monitor de ocio obligatorio y subvencionado y de diversión reglada, es consecuencia inexorable. Las escuelas son centros de acogida a tiempo parcial y entretenimiento. Enseñar algo, inusual rebeldía, y aprender algo, heroicidad impar de los alumnos que no se pliegan a ser sólo niños, son poco más que sospechosas extravagancias reaccionarias.

El profesor a diario ha de ser un actor y representar un papel específico con una función docente por el bien intelectual y académico de sus alumnos. De forma paralela, la política exige actuación y cierto grado de teatralidad. Pero cuando los fundamentos en los que se basa la función del profesor y la del político padecen una sacudida traumática por motivos económicos, tecnológicos o demográficos, el papel exige ser modificado. En ese estadio crítico se abre paso la sobreactuación.El populismo pedagógico resultante precede en éxito al populismo político. Y disfruta de una mejor imagen, acaso por invisible, porque impregna transversalmente casi todas las opciones electorales. El Niño al que hay que agradar es la encarnación de la Gente para el pedagogo-demagogo, parafraseando a Unamuno.

Igual que la ley, como racionalidad común e impersonal no sujeta a sentimentalización ni apropiación interesada, es la única defensa del ciudadano frente a los poderes que regulan su vida, la lógica argumentativa y el conocimiento riguroso es la única defensa del alumno frente al poder de la ignorancia y la rebeldía impostada de la servidumbre. Las víctimas de una enseñanza reducida a diversión a la carta son los alumnos en general y, en especial, los que no pueden acceder a la enseñanza privada. Una escuela pública que no selecciona provoca que sea la economía, u otros factores, la que lo haga. El populismo, cuya gestación se produce como ruptura con el obrerismo, es clasista y fatal para los menos privilegiados. En política y en enseñanza. Un ejemplo evidente es el de la Universidad, que dejó de ser selectiva por lo que era inviable sin convertirse en cara para los alumnos.

Lo que podemos llamar neopedagogía, antes nueva escuela o escuela única, comprensiva o inclusiva, es, a pesar de la propaganda y la obsesión por innovar, tan vieja como clasista, o tan intemporal como la necedad humana. Opera como pantalla superestructural, hueca y eficaz, y como justificación retórica de una escuela escuálida de contenidos y saturada de hormonas y felicidad inmediata. Es propia de sociedades opulentas dadas a un individualismo psicologista, a un narcisismo consumista y electoral, que propicia autistas absorbidos por dispositivos móviles. La escuela basura no es una disfunción o una anomalía. Es consecuencia necesaria del vaciado académico de la institución al asumir una función de acogida. Estamos, previsiblemente, ante un cambio de paradigma educativo por los reajustes geopolíticos, demográficos, económicos y tecnológicos. La escuela estatal de los Estados nación da sus últimas bocanadas a pesar de las resistencias que aún perduran. En los partidos políticos, que escenifican unas diferencias superficiales lo suficientemente llamativas como para vender como voluntad de fortalecer la enseñanza lo que es dejadez o abandono, poco interés y, acaso, poco poder hay para frenar estructuralmente esa deriva. Con una palabrería fofa y unos lemas tan angelicales que pocos osan discutir, ofreciendo un igualitarismo clasista, unas libertades ilusorias y una universalidad que sólo garantiza mediocridad, se ha consumado la degradación de la escuela. Y bajo las luces de neón de los tópicos progresistas, se ha cumplido el logro de condenar a los alumnos con menos recursos, familias desestructuradas e inmigrantes a la indigencia académica e intelectual, económica y laboral. Esta destrucción de la enseñanza se produjo con una gran inversión. A más medios económicos, más personal y mejores infraestructuras, peor enseñanza. A más libertades políticas formales más ignorancia material generalizada.

El fenómeno se antoja irreversible. Si no se desechan las bases jurídicas e ideológicas de esa devastación no se conseguirá otra cosa que enquistar su inercia. Y, mientras la negociación no discuta los postulados ideológicos de la Pedagogía triunfante y no se impongan principios puramente técnicos, será imposible detener esa caída libre. Nada permite suponer que el resultado del presunto pacto educativo sea ajeno a ideología o cálculos estratégicos. Cabe sugerir medidas técnicas que contengan la debacle, lejos de la trifulca partidista y teatral. Pero cambiar el modelo parece imposible y las puestas en escena sobre la posibilidad del pacto o sobre un MIR para docentes están condenadas a perpetuar el fondo del problema: el mando de los lugares comunes de la Pedagogía por encima de las disciplinas académicas y técnicas que dan contenido a la enseñanza, desplazadas o neutralizadas. Todo pacto que renuncie a reconstruir esa institución dotándola de su función propia perpetuará su decadencia, oculta en las pantallas por la pose televisada.

Fuente: http://www.elmundo.es/opinion/2018/02/21/5a8c0b92268e3e42148b4597.html

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