Page 1 of 5
1 2 3 5

España: Una escuela que segrega priva a los ricos del conocimiento de las cosas

Una escuela que segrega priva a los ricos del conocimiento de las cosas

Guadalupe Jover

La verdadera cultura se compone de dos cosas: pertenecer a la masa y poseer la palabra. Una escuela que selecciona destruye la cultura. A los pobres les quita el medio de expresión. A los ricos les quita el conocimiento de las cosas”. (Alumnos de la escuela de Barbiana, 1967).

Una escuela que segrega daña no solo al alumnado más vulnerable, condenado a no salir de allá donde lo puso el azar de su nacimiento. Daña también, y no poco, a quienes encierra en entornos de pretendido privilegio pues los priva, como denuncian los alumnos de Barbiana, del conocimiento de las cosas.

Hace ahora dos años, la Casa Real emitió un comunicado para informar de que la Princesa de Asturias cursaría el Bachillerato Internacional en una institución educativa privada del Reino Unido, previo pago de 67.000 libras esterlinas. En ese mismo comunicado se subrayaba que se trataba de un colegio en el que “puede haber unas 80 nacionalidades, con alumnos procedentes de diversos estratos económicos”, como prueba de un ideario que propugna el entendimiento intercultural y la valoración de la diversidad. Quienes conocemos el mapa escolar madrileño no pudimos dejar de sentir estupefacción. El instituto público que en razón del domicilio corresponde a las hijas de los Reyes de España cuenta con un número análogo de nacionalidades entre su alumnado, (aunque es verdad que sin gran diversidad de estratos socioeconómicos, visto que quienes pueden elegir, porque tienen dinero para ello, huyen de esa diversidad hacia entornos mucho más homogéneos). Para ese viaje, nunca mejor dicho, no necesitábamos alforjas.

El mensaje real del comunicado estaba sin embargo en lo no dicho: en la desafección hacia la escuela pública española por parte de quien, como en el caso de otras monarquías europeas, debiera ser su principal valedor. Lo mismo ocurre con gran parte de las élites políticas de nuestro país, cuyo currículum, por más que acumule posteriormente grados y másteres, adolecerá de una ceguera en muchos casos incurable: la que impide ver al otro como a un igual, sea cual sea su origen geográfico y cultural y su entorno socioeconómico, su lengua y sus creencias religiosas; la que impide luego comprender las razones azarosas, y por tanto esencialmente injustas, del desigual futuro que espera a unos y otros.

¿Dónde estarán los pobres, que no los veo?”, se preguntaba nada menos que el consejero de Educación de la Comunidad de Madrid, Enrique Ossorio, tras la publicación de un informe de Cáritas que alertaba de que un 22% de la población madrileña se encuentra en situación de exclusión social. Y lo hacía con gesto burlón, calificando de “error” la existencia de ese tipo de informes.

Pero es que no los ve. No los ven. “Una escuela que segrega destruye la cultura”: destruye, es verdad, los valores civilizatorios básicos, que debieran ser compartidos. “A los ricos les quita el conocimiento de las cosas”: privados de la capacidad de alzar la vista y mirar en derredor, aquejados de una miopía incapacitante, refugiados en la confortabilidad del privilegio, siguen alimentando –por activa o por pasiva– una segregación escolar que causa ya escándalo en Europa.

Para la educación democrática no hay atajos. El primer presupuesto de una sociedad democrática es la consideración del otro, de los otros, como personas iguales en dignidad y derechos. Y eso se aprende (o no) desde la infancia. Se vive o no se vive. “Solo se mira como a iguales a aquellos con los que se ha compartido pupitre en la escuela” afirmaba José Pedro Varela, maestro uruguayo, hace ya siglo y medio. Haber crecido, codo con codo, con niños y niñas diferentes en todo es lo único que puede despertar la conciencia del propio privilegio y no atribuir este a un mérito personal. Es lo único que puede despertar reflejos de empatía no atravesados por la asimetría de la desigualdad y conformar una suerte de “velo de ignorancia” que, llegado el momento de proponer medidas para el conjunto de la sociedad, haga abstracción de la propia posición en la rueda de la fortuna.

Educarse en una escuela diversa debería entenderse como un derecho de todo menor, tanto de los que están a un lado o al otro del privilegio. Y eso es algo que ningún dinero puede comprar.

Pero aún hay más. “Una escuela que selecciona destruye la cultura. […] A los ricos les quita el conocimiento de las cosas”. Nuestra cultura compartida –un posesivo hoy felizmente ampliado– incluye un suelo ideológico irrenunciable: no solo los derechos humanos, sino también el derecho a vivir en un planeta con futuro (y el deber de legarlo a las próximas generaciones).

¿Está en riesgo la provisión de ese conocimiento a no pocos niños y niñas de nuestro país, en favor de unas creencias religiosas concretas (no compartidas, por tanto, por el conjunto de la sociedad) y de unos filtros ideológicos que dan la espalda a la fundamentación científica en la selección del saber? Mucho nos tememos que sí.

Porque vivimos en una época de avalancha de información, desinformación y manipulación, es fundamental el papel de la escuela como agente de validación de la información y de transmisión de conocimientos validados científicamente. No se trata de convertir la escuela en un instrumento de adoctrinamiento ideológico, sino de garantizar que no se construyan opiniones que no están apoyadas en hechos”, afirman João Costa y João Couvaneiro en un libro de título bien elocuente: Conhecimentos vs competências. Uma dicotomia disparatada na educação. (2019).

El aprendizaje de la convivencia en condiciones de igualdad con quien es diferente, la educación en derechos humanos, la formación en un conocimiento científicamente contrastado o la libertad de conciencia son derechos de todo menor. Y su mejor garantía es la escuela pública.

Fuente: https://eldiariodelaeducacion.com/2023/06/08/una-escuela-que-segrega-priva-a-los-ricos-del-conocimiento-de-las-cosas/

 

Fuente de la Información: https://rebelion.org/una-escuela-que-segrega-priva-a-los-ricos-del-conocimiento-de-las-cosas/

Comparte este contenido:

Ratios, semipresencialidad y derecho a la educación

Por: Guadalupe Jover 

Además de espacios de custodia y de espacios seguros, las escuelas deben ser espacios educativos. La enseñanza semipresencial mutila este derecho

Ni siquiera una pandemia ha podido garantizar una bajada de ratios. Esperábamos que la emergencia sanitaria impusiera, siquiera por criterios de salud, la disminución del número de estudiantes por aula. Mas ni por esas. En lugar de reducir las ratios y aumentar las plantillas, en lugar de limitar el número de estudiantes por grupo y dignificar los espacios, se ha optado por cercenar el derecho a la educación de los adolescentes.

La semipresencialidad impuesta al alumnado de 3º y 4º de Secundaria y de bachillerato no es (solo) consecuencia de una pandemia. Es consecuencia de años y años de ratios inasumibles, masificación consentida, espacios saturados, recortes de plantillas.

Niñas y niños de 14 y 15 años asisten ahora a la escuela la mitad de los días, la mitad de su horario, con la pretensión de que asuman a solas la responsabilidad que a la escuela corresponde. Y ello, además, sin tocar una línea en los currículos. ¿No era esto también algo urgente?

¿Qué chicas, qué chicos podrán hacerse cargo de todos aquellos aprendizajes que antes se propiciaban en clase? ¿Quiénes cuentan con las condiciones necesarias para hacerlo? ¿Con qué dispositivos, además, si los 500.000 que hacen falta no llegarán hasta navidades? El entorno socioeconómico duplicará un peso ya insoportable en el mal llamado éxito o fracaso escolar. También en el acceso a la Universidad.

Con pandemia o sin pandemia necesitábamos una bajada de ratios. No hay manera de atender de manera personalizada a 30 estudiantes por clase. No hay manera de hacerlo a razón de 200 o 300 por docente. Pero pretenderlo a distancia es sencillamente imposible. Ahora, los profesores tenemos las mismas horas de clase de siempre, pero entrevemos a nuestros estudiantes la mitad de su jornada escolar. A otros ni eso. Mantener los grupos burbuja en espacios sobresaturados confina al alumnado de las optativas a clases online aunque no estemos formalmente confinados.

Da igual que no contemos con una buena red wifi en los centros, plataformas seguras para las videoconferencias o dispositivos móviles en muchos hogares. Por esta y por otras muchas razones el streaming no es la solución. ¿A qué tipo de clases, además, nos aboca? La semipresencialidad ―cualquiera que sea la fórmula explorada― está marcando a fuego la desigualdad entre los más afortunados y los más vulnerables.

Si a todo ello sumamos los muchos docentes que faltan ―hasta ocho en mi centro de los prometidos por Ayuso y Ossorio, además de las bajas covid que quedan también sin cubrir―, la sensación de abandono es sangrante. Pero las escuelas están formalmente abiertas y eso es al parecer lo único que importa.

El mensaje de los responsables políticos sigue siendo el de normalidad absoluta: las escuelas son espacios seguros, afirman, y el derecho a la educación está plenamente garantizado. Cuando las familias constatan que esto no es así, lo atribuyen a alguna disfunción específica del centro en que tienen escolarizados a sus hijos o hijas. ¿Cómo explicarles que la responsabilidad no es nuestra, como no es responsabilidad del personal sanitario la saturación de los Centros de Salud?

Quienes estamos a pie de aula ya estamos viendo cómo el barco hace aguas. Y quienes están en el puente de mando algo han debido también de vislumbrar, puesto que han decretado flexibilización de criterios en junio de cara a la evaluación, promoción y titulación del alumnado. Medidas necesarias sin duda, pero que en nada inciden en la mejora de las condiciones de educación de niñas y niños ni en sus procesos de aprendizaje, y más bien se nos antojan un lavado de conciencia anticipado. Porque es cierto que España tiene unas tasas de repetición inasumibles, pero su reducción exige ir a la raíz de los problemas: ratios, currículos, formación docente e inversión. Lo demás son juegos malabares.

Y todavía hay quien sostiene que la mejora educativa tiene poco que ver con una mayor inversión. Siempre podrán aducir como ejemplo la Comunidad de Madrid: docentes y familias nos preguntamos en qué diablos se están gastando los fondos covid.

Fuente e imagen: https://elpais.com/educacion/2020-10-14/ratios-semipresencialidad-y-derecho-a-la-educacion.html

Comparte este contenido:

Responsables políticos y escuela: una distancia social

Por: Guadalupe Jover

  • La pandemia hubiera podido ser, en su fatalidad, ese punto de inflexión que propiciara la puesta en marcha de unas reformas que no pueden esperar más. Pero la distancia entre la realidad de las aulas y los responsables políticos se nos antoja -salvo honrosas excepciones- abismal.

Lo de este curso se veía venir. La suspensión de las clases en marzo pasado nos pilló con el pie cambiado, pero que la cosa iba para largo lo supimos enseguida. Una situación excepcional reclama medidas excepcionales, y la coyuntura parecía la idónea para impulsar acuerdos en materia de infraestructuras, ratios, currículos, etc. Salvo contadas excepciones, los poderes públicos no están dando respuesta a las necesidades acuciantes que tenemos en las aulas. Sus declaraciones nos sumen en el más hondo desconcierto.

La ministra Celáa anunciaba la semana pasada que se estaban estudiando cambios normativos que permitieran aligerar la rigidez de los currículos y adaptar las programaciones didácticas a la nueva situación educativa provocada por la pandemia. Tarde, pensamos, muy tarde. Los docentes llevamos ya tres meses preparando los materiales didácticos para este curso 20-21, y los mimbres de la programación hay que establecerlos en septiembre. Esas modificaciones las esperábamos como tarde en julio, en lo que hubiera debido ser un primer paso hacia la prometida reforma curricular.

No sé si los cambios normativos anunciados entonces se referían a las medidas acordadas el martes en el Consejo de Ministros y publicadas ayer en el Boletín Oficial del Estado. Después de eliminar el requisito del máster del profesorado para poder dar clases durante la pandemia, se recogen en el Real Decreto otra serie de disposiciones.

1. “Con el fin de facilitar la adaptación de las programaciones didácticas a las decisiones que se tomen sobre presencialidad del alumnado, se otorga el carácter de orientativos a los estándares de aprendizaje evaluables”. ¿Y cuándo han tenido otro carácter? Bajemos a tierra, pisemos el aula: 101 estándares de aprendizaje para una sola asignatura en un solo curso, por poner el ejemplo que me queda más a mano. A razón de 30 o 33 estudiantes por clase, ¿alguien pensaba que los cuantificábamos uno a uno? Lo que la comunidad educativa viene pidiendo desde la imposición de la LOMCE es pura y sencillamente su eliminación. Para este viaje, ciertamente, no necesitábamos alforjas.

Decepción análoga habíamos vivido días atrás cuando, en rueda de prensa, la ministra decía salir al paso de la necesidad de docentes y estudiantes de 2º de bachillerato de saber a qué atenerse en este difícil curso. Esperábamos una drástica reducción de los inabarcables currículos: el alumnado, en muchas comunidades autónomas, solo asistirá a clase la mitad de las horas. Esperábamos, también, unas ciertas líneas de consenso en torno a un modelo de examen que en algunos territorios ha acabado por convertirse en la más eficaz herramienta de castración intelectual de nuestros jóvenes. Pero no. Los cambios se limitaban a mantener la optatividad en las preguntas de la EvAU, tal y como se hizo el pasado junio. Aquello, entendimos, fue una solución de urgencia ante una situación sobrevenida. Pero ahora había margen y motivos para acometer reformas más ambiciosas. Las pruebas de acceso a la Universidad han acabado por colonizar retroactivamente los dos cursos de bachillerato y la secundaria toda. Y lo que está en juego no es ver qué Comunidad pone el examen más difícil (o más fácil), sino quién propone el más inteligente. Porque de lo que se trata, en última instancia, es de devolver su carácter formativo a un curso marcado por la memorización a destajo y las crisis de ansiedad.

2. “Se flexibilizan también las condiciones de evaluación, promoción y titulación en primaria y secundaria, de manera que tanto las administraciones educativas como los equipos docentes puedan adecuarlos a la situación provocada por la pandemia”. ¿En qué influye esto, nos preguntamos, en las condiciones de educabilidad -hoy- de niñas y niños, en los procesos de aprendizaje de adolescentes y jóvenes? Son parches puestos al final del camino, que en nada subsanan los problemas que en estos momentos estamos viviendo. Claro que habrá que flexibilizar dichas condiciones para no ahondar aún más en una lacra endémica de nuestro sistema educativo: la elevadísima tasa de repetición. Pero de nada sirven las medidas adoptadas en los criterios de evaluación y promoción si no se mejoraran sustancialmente los procesos de aprendizaje. Esto suena a jugar con las cifras para maquillar un fracaso.

Por supuesto que maestras y maestros evitaremos penalizar aún más a los estudiantes por unas circunstancias que no han elegido, y diremos en voz alta lo que repetimos en departamentos y pasillos: la semipresencialidad es un fraude. La educación semipresencial supone expropiar una parte sustancial del derecho a la educación. No estamos garantizando la formación de chicas y chicos a tiempo completo, digan lo que digan nuestros responsables políticos. Se está pretendiendo transferir a adolescentes de 14 o 15 años -a ellos y a sus familias- una responsabilidad que compete a la escuela. Y la consecuencia más palpable, más dolorosa también, es que la brecha educativa no hará sino aumentar. La semipresencialidad no es solo consecuencia de la pandemia; es consecuencia del abandono arrastrado de la escuela pública: ratios inasumibles, espacios saturados, recorte de plantillas. Es a esto a lo que urge poner freno.

Flaco favor nos hacen los responsables políticos a los docentes en general y a los equipos directivos en particular cuando afirman que las escuelas son espacios seguros y que caminamos hacia la presencialidad absoluta. Porque no es cierto. La precariedad es la norma. Vamos como funambulistas al filo de lo imposible. Y cuando las autoridades no lo reconocen, las quejas por los docentes que faltan -14 en mi centro la semana pasada- o por los barracones que no llegan pasan a recaer sobre unos profesionales ya exhaustos a estas alturas de curso.

3. “Además, se suprimen las evaluaciones de final de etapa […] por contar con otras fuentes de información del rendimiento del alumnado”. Sería para reír si no nos hiciera llorar. ¿Siete años han tardado en descubrirlo? Quienes nos hemos pronunciado en contra de las reválidas desde la promulgación de la LOMCE no hemos cesado de repetir que quien necesita ser evaluado no es ya más nuestro alumnado, sino todos los demás elementos y agentes del sistema educativo. Hace falta un diagnóstico certero y voluntad política para impulsar reformas coherentes con él. Porque puestos a evaluar, habría que empezar con nuestras administraciones educativas: nos preguntamos en qué se están gastando los fondos COVID.

La pandemia hubiera podido ser, en su fatalidad, ese punto de inflexión que propiciara la puesta en marcha de unas reformas que no pueden esperar más. Pero la distancia entre la realidad de las aulas y las declaraciones de los responsables políticos se nos antoja -salvo honrosas excepciones- abismal.

Fuente: https://eldiariodelaeducacion.com/2020/10/01/responsables-politicos-y-escuela-una-distancia-social/

Comparte este contenido:

El currículo es nuestro

Por:Guadalupe Jover

  • Si las autoridades educativas se desentienden, habremos de tomar aún con más firmeza las riendas del currículo y elaborar programaciones y materiales que sean realistas con las condiciones de docentes y estudiantes y coherentes con las necesidades formativas de chicas y chicos.

Si por un momento pareció que la grave crisis sanitaria con que cerramos el curso 2019-2020 iba a obligar a poner en marcha algunas de las medidas que llevamos tiempo reclamando -reducción de ratios, mejora de infraestructuras, revisión y transformación del currículo, etc.-, pronto nos dimos cuenta de que las cosas no iban a ser así. Las condiciones con que afrontamos el retorno a las aulas en este curso 2020-2021 no pueden ser más adversas. Adversas en cuestiones estrictamente sanitarias -espacios abarrotados en que son imposibles las denominadas burbujas- y adversas en lo puramente educativo.

En la Comunidad en que trabajo, la madrileña, se ha optado por la “semipresencialidad” del alumnado a partir de 3º de ESO: en vez de reducir las ratios y aumentar las plantillas, se ha preferido reducir el derecho a la educación de chicos y chicas. Partirlo por la mitad. El profesorado, con su horario íntegro en el instituto atendiendo a “las otras mitades de cada grupo”, sigue con su jornada laboral intacta y dispondrá de tan solo de 7 horas y media de dedicación fuera del centro. Si antes no salían las cuentas, imaginemos ahora.

Cercenado su derecho a la educación, ya sabemos quiénes saldrán perdiendo una vez más. Los riesgos de absentismo, exclusión educativa y “fracaso escolar” del alumnado más vulnerable no harán sino dispararse. Los docentes seguiremos sin medios -sin tiempos siquiera- para intentar paliar esta sangría. No ha habido voluntad política de dar un golpe de timón cuando más falta hacía.

Y en este comienzo de curso, apenas resolvamos cómo nos las apañamos organizativamente, sobrevendrá el problema de los currículos: ¿Este año se podrá dar todo el temario? ¿Hay que centrarse primero en los aprendizajes no consolidados el curso anterior? ¿Habría que podar el currículo? Cualquier docente tiene claras las respuestas, pero quizá lo que hay que cambiar son las preguntas.

A la primera pregunta, si se podrá “dar” todo el temario, la respuesta es un NO rotundo. Ni este año ni ninguno. Concebidos desde una mirada enciclopedista, los temarios de las asignaturas son inabarcables. La selección inevitable la dicta la tradición docente, embalsamada en los libros de texto, y las rutinas de evaluación. Año tras año se “da” lo que se ha dado siempre y se queda en el tintero lo que no viene acompañado de esa pátina de prestigio social. Como si desarrollar la competencia lectora, pongamos por caso -en lugar de adiestrar en sofisticados análisis sintácticos- fuera “bajar el nivel”.

Pero es que, además, lo relevante no es el temario que se da o no se da, sino lo que alumnas y alumnos aprenden. La mera concepción del quehacer en las aulas como un conjunto de “temas” agavillados en el libro de texto por los que hay que galopar en frenética carrera es ya en sí misma un síntoma de que tenemos una conversación pendiente. Las programaciones de aula son -o deberían ser- otra cosa.

A la segunda, si hay que “recuperar” los aprendizajes no consolidados por nuestro alumnado en el curso anterior, la respuesta es un SÍ claro. Ahora y siempre. De hecho, ese es el sentido de la evaluación inicial. Y no, como ocurre en algunas comunidades, la entrega de un boletín a alumnado y familias. La evaluación inicial debiera servir para conocer cuanto antes en lo personal y en lo académico a nuestro alumnado -imposible con 200 o 300 estudiantes al cargo-, con el objetivo de poder ajustar la programación a sus intereses y a sus dificultades. Las programaciones de aula no pueden ser impermeables al contexto escolar.

Bien es verdad que en Secundaria no podemos estar al mismo tiempo en misa y repicando, quiero decir, en consulta y en el laboratorio, por lo que algo habremos de tener preparado de antemano. Pero una cosa es haber provisto la despensa y aun diseñado posibles menús, y otra ser insensibles a las peculiaridades de los comensales y a las circunstancias en que nos reunamos. Los libros de texto no suelen favorecer esta flexibilidad.

En cuanto a la tercera, si hubiera habido que podar el currículo de cara a este agitado e incierto curso, la respuesta es que SÍ, claro. Pero no solo para este curso, sino para cualquiera de los que estén por venir. Porque no se trata tanto de podar -de quitar temas o alguna de las 10 asignaturas que tiene cada estudiante en un curso-, como de transformar el currículo, de concebirlo en un marco diferente que permita miradas globalizadoras sobre cuestiones esenciales y una progresiva autonomía en los aprendizajes.

Si las autoridades educativas se desentienden, habremos de tomar aún con más firmeza las riendas del currículo quienes estamos a pie de aula y elaborar programaciones y materiales que permitan su desarrollo en cualquiera de los escenarios posibles -presencial o a distancia- y que además sean realistas con las condiciones de docentes y estudiantes y coherentes con las necesidades formativas de chicas y chicos. No podemos presuponer que harán por su cuenta lo que otros cursos era objeto de un cuidadoso acompañamiento educativo en las aulas. No podemos pretender que descanse sobre las familias la responsabilidad que compete a la institución escolar. Y tampoco podemos morir en el intento. Las condiciones laborales con que afrontamos los últimos meses del pasado curso son insostenibles en el tiempo.

¿Entonces, qué? Los cambios curriculares no van a llegarnos desde arriba. Habremos de construirlos desde abajo, en un difícil equilibrio entre responsabilidad y audacia. Es posible dar una nueva orientación a nuestras programaciones de aula, aun dentro de los márgenes que la ley establece. Y, cuando haya que reventar sus costuras, hagámoslo abiertamente. Justifiquémoslo por escrito y presentémoslo a la inspección. No podemos seguir programando como si nada hubiera ocurrido. Y eso, hasta nuestras autoridades educativas lo saben. Este año, más que nunca, nuestro alumnado es lo primero. Escuchémoslo.

Como tantos otros colegas, he dedicado buena parte del verano a preparar este curso tan lleno de incertidumbres. Aquí dejo, como contribución a esa gran conversación que nos debemos, un avance de programación y de materiales de aula para 4º ESO desde el área que me ocupa, la de Lengua y Literatura: Aprender a comunicar(nos).

Mi propósito ha sido pergeñar un itinerario -tiempo habrá de modificarlo y completarlo- coherente con los objetivos que la ley nos indica: la mejora de las habilidades comunicativas del alumnado y el desarrollo de los denominados ejes transversales del currículo (educación intercultural, ecológica, coeducación, educación en Derechos Humanos). Confío en que a alguien le sean de utilidad.

Mucho ánimo, colegas. Y mucha salud.

Fuente: https://eldiariodelaeducacion.com/2020/09/08/el-curriculo-es-nuestro/

Comparte este contenido:

El abandono de la escuela pública

Por: Guadalupe Jover.

Hemos necesitado una pandemia para reconocer las insoportables desigualdades en el derecho a la educación. Dispositivos móviles y conexión a Internet se han erigido en dolorosas metáforas de las condiciones de pobreza material que impiden la educabilidad de muchos niños y niñas. Maestras y maestros hemos tratado de llegar a cada rincón, a cada hogar, y nos hemos asomado a entornos de cuya existencia algo sabíamos y en los que es imposible reclamar concentración, trabajo y esfuerzo. Niños que burlaban la vigilancia de la policía para poder acudir al hogar de un familiar que sí contara con un ordenador. Niñas que debían aguardar a que todos en casa durmieran para poder disponer del silencio que reclama el estudio.

Para paliar esto no basta con la provisión de una tableta. No basta tampoco con la aprobación del ingreso mínimo vital ―pese a ser una buenísima noticia―. Porque las desigualdades de capital cultural de las familias son tales que niñas y niños parecen tener marcado a fuego en su código postal cuál habrá de ser su futuro académico y profesional. El determinismo se agrava en un sistema escolar tan segregador como el nuestro sin que nada apunte ―¡ni siquiera ahora!― a un golpe de timón en las políticas educativas. Veremos en qué acaban los 2.000 millones de euros cuyo destino debiera ser, según el presidente Sánchez, la educación pública.

Maestras y maestros, con mayor o menos acierto, nos hemos dejado la piel en esto. Claro que hemos cometido errores, y mucho habremos de trabajar para enmendarlos. Pero hemos estado solos. Nuestras Administraciones educativas se han lavado las manos. No sabían qué hacer y han optado por la dejación de funciones. Primero fue el silencio. Luego, el frenesí de instrucciones contradictorias. Ahora, pretenden la vuelta a las aulas como si nada hubiera ocurrido, imaginando una escuela en que sea posible respetar las distancias a que la pandemia obliga sin reducir ratios, aumentar las plantillas o dotar de infraestructuras.

Al abandono institucional hemos sumado el maltrato en los medios. Se ha llegado a responsabilizar al profesorado del cierre de las escuelas, cuando ni el estado de alarma permitía su apertura ni las condiciones de los centros ―de los centros públicos que yo conozco y en los que llevo 30 años trabajando― lo hacen posible. Tampoco los diagnósticos de los expertos parecían apuntar a la raíz del problema, al menos desde la percepción de quienes estamos a pie de aula.

Nuestro malestar y nuestro estupor son ya insoportables cuando escuchamos a los responsables políticos hablar del curso próximo. Su propuesta es ―y ahí la propia ministra― “optimizar espacios”, ignorando al parecer que, en el escuela pública, hace años que bibliotecas, laboratorios y aulas de usos múltiples se utilizan como aulas convencionales. Que centros construidos para 600 estudiantes pasan ya de los 1.000. Que no cabe un alfiler ni en aulas ni en pasillos ni en patios, y que estos nada tienen que ver con los fastuosos polideportivos que nos enseñan en los telediarios. De eso hablamos cuando hablamos de los recortes que llevan asfixiándonos curso tras curso.

Durante estos meses maestras y maestros hemos tratado de acompañar a nuestros estudiantes supliendo la falta de educadores sociales ―en muchos casos fulminantemente despedidos al comienzo de esta pandemia allí donde los había― sin escatimar ni medios ni tiempos ni energías. El desmantelamiento de los departamentos de Orientación y el menosprecio por las labores de tutoría amenazaban con dejar a niñas, niños y adolescentes abandonados a su suerte. Hemos dedicado mañanas, tardes y noches, días laborables y festivos, periodo escolar y vacacional a acompañar educativamente a nuestros 100, 200 o 300 estudiantes tratando de atender, en primer lugar, a su situación personal: “Esta noche murió mi papá”. Que en esta ocasión ―como en tantas otras― hayamos tenido que suplir a psicólogos o trabajadores sociales no puede enmascarar la apremiante urgencia de que unos y otros pasen a formar parte, en número suficiente, de las plantillas de los centros. Y que la tutoría reciba al fin en la jornada laboral docente el reconocimiento que merece. Ojalá sea ya ineludible con la Ley Integral de la Infancia.

Hemos hecho todo lo posible por proponer escenarios de aprendizaje pese a la desaparición de la clase como espacio y tiempo compartido, como grupo humano. Y lo hemos hecho con nuestros propios equipos y pese a la ausencia de plataformas institucionales ágiles y seguras. Cuando las “autoridades” discutían acerca de cómo evaluar, lo que a nosotros nos agobiaba era qué hacer para que el alumnado aprendiera. Claro que nos hemos equivocado en muchos momentos. Y por ello estos dos meses que restan para el comienzo del próximo curso debieran ser un tiempo ganado y no perdido, en que toda la comunidad educativa trabajara codo con codo. En que nos escucháramos.

Pero es también la hora de la política. Autoridades ministeriales y autonómicas no pueden seguir jugando a esconderse. Cuando debieran estar también ellos preparando el próximo curso ―construcción de nuevos centros, mejora de infraestructuras, reducción de ratios, ampliación de plantillas, dotación de recursos, reestructuración de la jornada laboral docente, replanteamiento curricular, provisión de entornos virtuales que aseguren la privacidad de los datos allí alojados―, los vemos dando todo por perdido, desplazando la responsabilidad al que está “por debajo”. En esto ha venido a parar “la autonomía de los centros”. En un sálvese quien pueda.

Necesitamos sumar voces y el concurso de toda la comunidad educativa, de economistas y sociólogos, de politólogos y periodistas, de cuantos están opinando de educación en los medios para exigir una escuela pública a la altura de la de los países en que pretendemos mirarnos. Una escuela que vele por la equidad educativa y la justicia social, por los derechos de los más vulnerables y por la mejora del bienestar y la calidad de los aprendizajes de todo nuestro alumnado.

No hay tiempo que perder. En septiembre será tarde.

Fuente del artículo: https://elpais.com/educacion/2020-06-23/el-abandono-de-la-escuela-publica.html

Comparte este contenido:

Hacer de la necesidad virtud (I): Reforzar los vínculos

Guadalupe Jover

De la noche a la mañana la docencia directa, la presencia física, el diálogo cara a cara, el trabajo comunitario se ha visto sustituido por un sinfín de aplicaciones y plataformas que manejamos a tientas -quienes contamos con dispositivos móviles y conexión a internet- y cuyas muchas sombras no queremos plantearnos.

Asomó enseguida la brecha digital. Es decir, la brecha social nos estalló en la cara. Cuando la Comunidad de Madrid argumentaba el otro día que la mayor respuesta del alumnado de bachillerato se debía a sus mayores dosis de responsabilidad y compromiso con los estudios, pretendía obviar dos cosas: que quienes llegan a bachillerato son, en la mayor parte de los casos -hasta PISA lo confirma-, quienes pertenecen a determinados entornos socioeconómicos y cuentan, por tanto, con uno o varios ordenadores en casa; y que la comunicación con ellos se establece al margen de la plataforma institucional de Educamadrid, que tantísimos problemas nos ha dado y de la que no debemos escapar con los más pequeños. Lo más triste de todo esto es que es posible anticipar -si no se da un golpe de timón en las políticas sociales y escolares- qué estudiantes de 1º de ESO llegarán a bachillerato, tomando como criterio el lado de la brecha digital en que han caído.

Valga un ejemplo entre otros muchos posibles. Uno de mis alumnos de primero apenas daba señales de vida en el aula virtual del instituto. Pongamos que se llama Ahmed. La tutora contactó al fin con su familia. Y esto fue lo que nos dijo: “Acabo de hablar con la familia de Ahmed. En persona es más o menos fácil comunicarme con ellos, pero por teléfono es imposible. Ahmed se ha puesto por fin al aparato y me ha contado que no tiene ordenador y que se va ‘sin que le pille la policía’ a casa de su hermano que sí tiene”. Se nos partía, claro, el corazón. Para que nos hablen luego de responsabilidad y compromiso.

Parece al fin que algunas comunidades van a proveer de dispositivos y conexión a los hogares que carecen de ambas e, incluso, introducirán mejoras en sus propias plataformas aprovechando el parón vacacional. Bienvenidas ambas medidas.

Vayamos, entonces, a un segundo escenario. Imaginemos que estamos ya en condiciones de comunicarnos, todos sin excepción, de manera virtual. Quienes lo han hecho durante estas semanas -y hablo de estudiantes, docentes y familias- saben bien lo abrumadora que puede ser una tarea planteada de manera atomizada: decenas de asignaturas y decenas de actividades y ejercicios, muchos de ellos absolutamente descontextualizados, e imposibles de acompañar en el proceso. Un proceso que reclama horas y horas de pantalla y que nos tiene a estas alturas absolutamente desbordados. A todos.

Y mientras, en los hogares, pasan cosas: enferma el padre, fallece la abuela, la madre se queda sin trabajo. La convivencia es fácil o difícil. El aislamiento se sobrelleva con recursos o pasa factura en la salud, en el ánimo y en el trato. Sobrecoge imaginar (o conocer) qué vivencias están teniendo ahora mismo nuestros alumnos y alumnas.
Necesitamos buscar, creo, respuestas colectivas a un problema colectivo. El confinamiento ha disparado aún más la soledad académica. Preñada de buena voluntad, es cierto. De incontables horas y muchísimo cariño. Es cálida la comunicación de estos días, pese a no tenernos delante. Pero seguimos trabajando a solas. Aún más a solas que nunca.

La preocupación de la inspección estos días parece ser -y se entiende que así sea- cómo vamos a acometer la calificación del alumnado en un fin de curso incierto. Pero en no menor medida debiera preocuparnos qué aprendizajes vamos a impulsar en los tres meses que aún faltan para las vacaciones de verano.

Y aún más debiera preocuparnos -es lo que de verdad nos preocupa a quienes estamos a pie de aula- cómo dar apoyo emocional a nuestro alumnado en estos días tan difíciles. Por eso, si hay un quehacer docente irrenunciable ahora mismo, ese es el de la tutoría. Ojalá hubiéramos contado en cada centro con sólidos equipos de trabajadores sociales; cuánto más fácil sería ahora. Pero no es el caso. Y como ninguno de nosotros somos capaces de llegar a conocer las circunstancias de cada uno de nuestros más de cien o doscientos estudiantes, habremos de echar el resto con los 30 de nuestra tutoría. Es el momento de los tutores. Incluso en vacaciones.

Se ha escrito mucho en estas semanas acerca de cuáles han de ser ahora las prioridades: cuidar el bienestar personal, facilitar -y no tensar- la convivencia familiar, procurar la equidad. Con estos cimientos claros, es importante que Administración y docentes aprovechemos la tregua de las vacaciones para repensar cómo acometer este extraño tercer trimestre, también en lo académico.

El Consejo Escolar del Estado baraja entre sus recomendaciones posibles no avanzar contenidos nuevos en lo que queda de curso: esta concepción del aprendizaje como una vertiginosa sucesión de epígrafes en el libro de texto no deja de ser extraña. Pero puesto que está hondamente arraigada y nos encontramos ante una coyuntura que nos legitima para superarla, ¿por qué no ponernos a ello?

¡Cuántas veces hemos querido acometer actividades que se nos antojaban hondamente formativas pero que nos reclamaban tiempo; cuántas veces hemos querido preparar pequeños proyectos interdisciplinares pero el currículo nos apremiaba; cuántas veces hemos querido abrir la mirada al entorno y otras urgencias nos lo impedían! Ni para leer había tiempo, al parecer.

No sé si tiene mucho sentido “volver” de Semana Santa y seguir como hasta ahora: tratando de dar seguimiento individual a nuestras respectivas programaciones, sea “avanzando” sea “repasando”. No podemos dedicar tampoco la mayor parte del tiempo a una interminable -y a menudo estéril- supervisión de tareas. Un escenario nuevo reclama una estrategia diferente y este, en su enorme tragedia, entraña una oportunidad también para repensarnos como equipos docentes.

Mi propuesta es sencilla: coordinémonos más, compartamos materiales, trabajemos en equipo. Y propongamos a chicos y chicas tareas menos fragmentadas y más vinculadas: vinculadas entre sí, con ellos y con el mundo. Plantémonos qué aprendizajes son de verdad relevantes.

Y para todo ello, para salvaguardar el bienestar personal y la convivencia familiar, para salvar la equidad y promover aprendizajes que en otros contextos no son siempre posibles, necesitamos también de las bibliotecas. Mañana hablaré de ello.

Nota. Concluido ya este artículo y enviado a la redacción tengo noticia de esta iniciativa: “Suspender las programaciones” del IES Cartima (Cártama, Málaga). Qué mejor ejemplo de cuanto propongo.

Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria

The post Hacer de la necesidad virtud (I): Reforzar los vínculos appeared first on El Diario de la Educación.

Comparte este contenido:

Hacer de la necesidad virtud (II): Bibliotecas públicas y equidad educativa

Odian leer -así lo dicen algunos de ellos-, pero hay tres condiciones que, bien combinadas, pueden abrir espacios para la lectura: la prescripción escolar, el aburrimiento y el acierto en la elección. Estamos ante una oportunidad única para impulsar el hábito lector pero, para ello, necesitamos el concurso de las bibliotecas públicas.

¿Por qué, en tiempos de pandemia y coronavirus, se habla tan poco de libros? Vengo dándole vueltas a esta pregunta desde que iniciamos la cuarentena. ¿Por qué, si el principal problema educativo que hemos detectado es la exclusión escolar, las bibliotecas no se consideran un servicio de primera necesidad, como las tiendas de alimentación o las farmacias?

En tiempos de brecha digital -de brecha social y escolar-, los libros son el amortiguador más sencillo y más inmediato contra la inequidad educativa. Hubiera bastado que los profes nos hubiéramos puesto de acuerdo en recomendar un puñado de buenos libros -libros informativos y libros de ficción, libros cuya lectura acompañaríamos y libros de los que no habría que rendir cuentas- para que el tránsito entre la educación en la escuela y la formación en casa no hubiera sido ni tan brusco ni tan injusto. Tendremos que darle una vuelta a nuestra lentitud de reflejos, a por qué los libros han desaparecido, incluso, de nuestro imaginario docente. Del hegemónico, al menos.

Ni siquiera la brecha digital hubiera sido tan abrupta con buenas bibliotecas escolares. Estas, allá donde funcionan, se ocupan también de la alfabetización mediática de estudiantes y docentes y tienen, cuando menos, detectados los problemas: quiénes disponen de dispositivos móviles y quiénes no, quiénes disponen de conexión en casa y quiénes no; qué aplicaciones y plataformas son fiables y cuáles no. Eso, tan solo, como punto de partida. Porque las bibliotecas escolares hace tiempo que dejaron de ser tan solo un espacio físico donde se alojan los libros, y son el verdadero agente dinamizador -que impulsa y coordina- todas aquellas prácticas vinculadas a la alfabetización del siglo XXI: desde cómo distinguir noticias fiables de fake news a cómo seleccionar, elaborar y comunicar información, entre otras muchas cosas. Claro que estos contenidos conciernen al profesorado de todas las áreas, pero mientras las rutinas docentes y las evaluaciones externas miren hacia otro lado pocos parecen darse por aludidos.

Necesitamos responsables en nuestras bibliotecas escolares -con formación y recursos, lo hemos dicho ya muchas veces- que vertebren iniciativas, especialmente aquellas medulares y que, sin embargo, el currículo disciplinar orilla o desdeña.

Pero hoy quisiera centrarme en la lectura de libros: de papel o electrónicos, pero en los libros. Y en por qué creo que, cuando se atenúen las condiciones de nuestro confinamiento, las bibliotecas públicas podrían y aun deberían ocupar un papel central en el tramo final del curso. Hablaré de secundaria, que es lo que conozco de primera mano, pero la tesis de fondo de estas líneas es aún más pertinente si cabe para los tramos de infantil y primaria.

Todos los años, al empezar las clases, dedico una o varias sesiones a hablar con mis alumnas y alumnos acerca de sus hábitos lectores y sus libros favoritos. Y todos los años me encuentro con tres perfiles diferenciados, aunque enormemente porosos entre sí.

En primer lugar, los refractarios a la lectura: «No leo nada. Nunca he leído nada que me guste». «Una vez leí un libro. Y no me gustó». «Yo no leo nada. Y si me mandan leer algo en el instituto o me veo la peli o me leo un resumen». «Antes leía. Ya no». «Me tiene que llamar mucho la atención el libro; si no, no me lo leo. He intentado leer algún libro, pero no». «Profe, yo solo leo el Marca«.

Pero incluso estos nos dejan un resquicio abierto: «No me gusta nada leer, pero una vez me leí un libro por mi cuenta y me gustó. Se llamaba El niño del pijama de rayas«. «No leo mucho, pero me gustan las curiosidades que leo en Instagram. Lo de ¿Sabías que…? Eso sí me lo leo». «No leo nada. Y ya. Pero me gustaría tener disciplina. Dormirme leyendo un libro». «A veces sí que leo, depende de lo que me aburra». «Leo cuando tengo tiempo». «No es que no me guste leer, me gusta algún tipo de libros, como Juego de Tronos». «Leer no es que me emocione, pero los libros que me mandan en el instituto sí que me los leo». «Con los libros del instituto al principio no me gustan, pero luego me voy enganchando». «Me gusta mucho leer, pero no libros. Revistas, moda, cosas de actualidad».

Odian leer -así lo dicen algunos de ellos-, pero hay tres condiciones que, bien combinadas, pueden abrir espacios para la lectura: la prescripción escolar, el aburrimiento, y el acierto en la elección.

Luego están los lectores ocasionales, aquellos que leen a rachas. «No me gusta mucho leer. Mi libro favorito es El señor de los anillos«. «No es que no me guste leer, pero no suelo hacerlo». «Me gusta leer, pero no leo mucho». Añoran los tiempos en que sí eran ávidos lectores. «Cada vez leo menos». «Antes leía un montón». Son quienes sí leen lo prescrito en el instituto, pero poco más. Este grupo aumenta según nos adentramos en la adolescencia. Porque es entre los más pequeños del instituto donde encontramos los lectores más fervientes.

Y ahí están los lectores compulsivos: quienes se han leído todo Roald Dahl, Laura Gallego, Harry PotterPercy Jackson, John Green. Fans de un título, un autor, un género, cuesta sacarlos de ahí. Se nos perderán en cuanto no acertemos a establecer el tránsito entre las tramas fantásticas o adolescentes y otros géneros que los saquen de la espiral en que andan confinados. No podemos pretender que salten sin red de ahí al Poema del CidEl Lazarillo de Tormes o San Manuel Bueno Mártir. Hay literatura juvenil para la segunda adolescencia y hay clásicos universales para los jóvenes lectores. Solo hay que ir a buscarlos.

Pero es que, además, están los refractarios a la narrativa de ficción (aunque a lo mejor sí se atreven con la novela gráfica) pero sí son lectores ocasionales de poesía. Están también quienes no quieren saber nada de literatura pero les entusiasman las biografías; quienes, puestos a leer, prefieren hacerlo con un libro de historia o de ciencia o hasta con un título de economía. Están -y estos son lectores en auge- quienes buscan en los estantes lo que haya de feminismo o ecología, y lo devoran con fruición y no hacen sino recomendarlo.

Todos ellos, lectores y no lectores, lectores de literatura y de libros informativos, necesitan de la escuela para impulsar sus hábitos y ampliar sus itinerarios de lectura. Muchos -si no todos- dependen de las prescripciones de la escuela, tan denostadas -y es verdad que tantas veces hechas con muy poco acierto-. Contamos ahora con un momento excepcional para aprovecharlo. La lectura sostenida y continuada, la lectura por placer, es también factor determinante en la mejora de la competencia lectora, esa que luego tanto echamos en falta.

Pero para que ello sea posible, y para no abrir más brechas en la equidad entre quienes pueden acceder al préstamo electrónico de libros -porque tienen dispositivo, conexión, y carnet de la biblioteca municipal- y quienes no pueden hacerlo, necesitamos que las bibliotecas públicas vuelvan a abrirse cuando el cese el estado de alarma, puesto que los centros escolares seguirán probablemente cerrados mucho más tiempo. Abrirlas siquiera exclusivamente al préstamo; con ventanilla y distancia social, con guantes y mascarillas, pero abrirlas.

Y necesitamos -profes, esto va por nosotros- volver a poner los libros en el centro de nuestro imaginario pedagógico y pensar -¡colectivamente!- qué puñado de libros podrían conformar ese plan lector de urgencia para una cuarentena.

Fuente e Imagen: https://eldiariodelaeducacion.com/2020/04/07/hacer-de-la-necesidad-virtud-ii-bibliotecas-publicas-y-equidad-educativa/

Comparte este contenido:
Page 1 of 5
1 2 3 5